Max
Horkheimer y Theodor W. Adorno – Ensayo académico
Aislamiento
por comunicación
La
afirmación de que el medio de comunicación aísla no es válida sólo en el campo
espiritual. No sólo el lenguaje mentiroso del anunciador de la radio se fija en
el cerebro como imagen de la lengua e impide a los hombres hablar entre sí; no
sólo la reclame de la Pepsi-Cola sofoca la de la destrucción de continentes
enteros; no sólo el modelo espectral de los héroes cinematográficos aletea
frente al abrazo de los adolescentes y hasta ante el adulterio. El progreso
separa literalmente a los hombres. Los tabiques y subdivisiones en oficinas y
bancos permitían al empleado charlar con el colega y hacerlo partícipe de
modestos secretos; las paredes de vidrio de las oficinas modernas, las salas
enormes en las que innumerables empleados están juntos y son vigilados
fácilmente por el público y por los jefes no consienten ya conversaciones o
idilios privados. Ahora incluso en las oficinas el contribuyente está
garantizado contra toda
pérdida
de tiempo por parte de los asalariados. Los trabajadores se hallan aislados
dentro de lo colectivo. Pero el medio de comunicación separa a los hombres
también físicamente. El auto ha tomado el lugar del tren. El coche privado
reduce los conocimientos que se pueden hacer en un viaje al de los sospechosos
que intentan hacerse llevar gratis. Los hombres viajan sobre círculos de goma
rígidamente aislados los unos de los otros. En compensación, en cada automóvil
familiar se habla sólo de aquello que se discute en todos los demás de la misma
índole: el diálogo en la célula familiar se halla regulado por los intereses
prácticos. Y como cada familia con un determinado ingreso invierte lo mismo en
aloja miento, cine; cigarrillos, tal como lo quiere la estadística, así los
temas se hallan tipificados de acuerdo con las distintas clases de automóviles.
Cuando en los week-ends o en los viajes se encuentran en los hoteles,
cuyos menus y cuartos son, dentro de precios iguales, perfectamente idénticos, los visitantes descubren
que, a través del creciente aislamiento, han llegado a asemejarse cada vez más.
La comunicación procede a igualar a los hombres aislándolos.
En Dialéctica
del iluminismo, Buenos Aires,
Editorial Sudamericana,
1987
(primera edición en
alemán, 1944)
[traducción de H. A. Murena
Jorge
Wagensberg – Ensayo en la prensa
¡Esto
es una California!
Las
palabras se imponen en la lengua por una mezcla de selección natural y
selección cultural. Igual que las cosas cambian de función, las voces del
diccionario cambian de significado. Una pluma puede empezar siendo un adorno
animal para transformarse en aislante contra el frío y, finalmente, convertirse
en instrumento de escritura. Igualmente, una región de Norteamérica pudo antes
ser un horno, una isla de ficción o el territorio regido por un califa.
La
palabra California es agradable de pronunciar, agradable de
escuchar, agradable de repetir. Es una palabra crujiente y suave a la vez. Es
crujiente por sus cinco consonantes, todas distintas, todas tan bien puestas. Y
es suave por sus cinco vocales, dos repetidas en simetría respecto de otra
central irrepetida. California es una composición musical con armonía y ritmo.
¿Cómo se compuso?
En
Ager, un pueblo de Lleida al pie del macizo del Montsec, se llaman californias
a los calurosos desvanes, especialmente a los desvanes de las
iglesias. La primera fantasía es irresistible: la palabra nace en catalán, calor
de forn (calor de horno) y cuando Gaspar de Portolá, nacido en Balaguer y
con casa en Ager, llega en 1768 a la tórrida península de la Baja California
exclama: ¡Esto es una California! Bonito pero falso: Hernán Cortés ya usa la
palabra en 1536. La etimología es la misma pero en latín, callida
fornax (horno caliente) y es Cortés (que estudió latín dos años en
Salamanca) o algún marinero culto quien la acuña. Quizá ni siquiera proceda del
latín, sino de una mezcla de latín y alemán (que Cortés chapurreaba en honor
del emperador Carlos V) y la clave sea calit ferne, es
decir, caliente y lejano. Al resto de la historia, sencillamente, le
damos la vuelta: Gaspar de Portolá regresa de Indias y la primera vez que sube
a un caluroso desván en Ager suelta: ¡Esto es una California!
¿Llegamos
así al origen de la palabra? Pues quizá no, porque en un libro de caballerías
de 1510 llamado Las Sergas de Espladián, de
Garci Rodríguez de Montalvo, aparece la palabra California nombrando una isla
paradisiaca habitada sólo por mujeres. En el Quijote se
cita esta novela entre las quemadas por el cura y el barbero para librar al hidalgo
de su perniciosa adicción. Navegantes españoles, quizá el propio Cortés, usan
entonces California para bautizar la enorme península, que creen una isla, no
sabemos si con ironía o si con la imaginación encendida por sueños de placer y gloria.
Pero ahora se debilita la etimología porque Rodríguez de Montalvo nunca estuvo allí
para derretirse de calor. Un escritor puede inventar una palabra biensonante.
¿Fue Montalvo el compositor de la palabra?
Pues
quizá tampoco. En la obra medieval la Chanson de Roland (1090)
se menciona un lugar del norte de África llamado Califerne. Es
la california escrita más antigua. Su compositor, sea éste anónimo conocido o
cualquier otro desconocido, es en cualquier caso anónimo. La palabra quizá
proceda de Khilifath, que significa el dominio
del califa. Las palabras se seleccionan por una rara
combinación de selección natural y de
selección
cultural. Y, como ocurre en la propia evolución biológica, con las palabras
también existe la convergencia, el reciclaje, la chapuza, el multiuso...
Las cosas (las palabras)
cambian de función (de significado). La pluma, por ejemplo, quizá empezara como
adorno animal macho de seducción, siguiera como aislante contra el frío y la
humedad, continuara por su idoneidad para volar, nada de lo cual impidió que se
impusiera a la hora de escribir con tinta. Hoy persevera como palabra que
nombra un inextinguible instrumento de escritura, como provocador adorno femenino,
o como relleno de almohadas, colchones y edredones.
Ensayemos una historia
compatible con todas las evidencias. El poeta anónimo escribe Califerne en 1090
porque la palabra le suena bien... y misteriosa. Rodríguez de Montalvo la
retoma cinco siglos más tarde para nombrar un paraíso de ficción porque la palabra
suena bien, misteriosa y aventurera. Cortés la retoma de nuevo porque la palabra
suena bien, misteriosa, aventurera y porque, además, suena a la omnipresente
sensación de calor. Dos
siglos después, y con el nuevo significado consolidado, Gaspar de Portolá se
trae la palabra a casa.
La palabra Potosí
no es tan elegante ni musical. Empieza recia y áspera, pero acaba frágil
y resbaladiza. Se escurre al pronunciarla. Es una palabra improbable pero más festiva
que misteriosa. ¿Cómo se compuso? También aquí hay una gran variedad de alternativas.
Antonio Carlos Pavao, químico brasileño, me cuenta la última entre copas y canapés,
salvando así una recepción que iba para aburrida. Potosí es un cerro en la
actual Bolivia de donde
se han extraído millones de toneladas de plata en los últimos siglos. Palabras
como Argentina o como Mar del Plata aún
señalan la ruta de este metal precioso. Según Pavao, la palabra Potosí
podría venir de la expresión Poto Asú literalmente,
en lengua quechua, estruendo enorme. La concentración de plata en el cerro atraería
las descargas eléctricas durante las tormentas y más de uno acudiría al lugar
sólo para extasiarse con el espectáculo. Comprender es encontrar la mínima expresión
de lo máximo compartido. Mi viejo amigo Ángel Jové, artista, me contó, hace veinte
años, curiosamente durante un paseo por el pueblo de Ager, que el abuelo de un conocido
suyo frecuentaba una roca que atraía los relámpagos de las tormentas. El abuelo
sabía cómo presenciar el prodigio sin riesgos y no se cansaba de avisar a los niños
de la zona: en caso de tormenta no os acerquéis a aquella roca. El abuelo, por cierto,
apareció muerto después de una tormenta, sentado plácidamente en el centro geométrico
de la roca.
Publicado en Revista Babelia,
suplemento de cultura
del diario El País
11 de marzo de 2006
Las ciudades y los signos de Italo Calvino en "Las ciudades invisibles" Minotauro. Bs As. 1974
El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones, delfines, torres, estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
*cornucopia: (del latín cornu, 'cuerno' y copĭa, 'abundancia'), también conocida como cuerno de la abundancia (en latín cornu copĭae), es un símbolo de prosperidad y afluencia que data del siglo V a. C.
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