¿De qué sirve el profesor? Por Umberto
Eco – La Nación - Mayo 2007
¿En el alud de artículos sobre el
matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la
violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que
se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un
estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero
en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?"
El estudiante decía una verdad a
medias, que, entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos
veinte años, y es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación
pero sobre todo nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital
de Madagascar en la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta
años en la secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la
televisión e incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas
nociones empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida
extraescolar.
De pequeño, mi padre no sabía que
Hiroshima quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa
de Dresde y sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy
de la época de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y las noticias
cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos
noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era
un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono, sobre
los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no sepa qué
son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar, mientras que
en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias naturales.
Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?
He dicho que el estudiante dijo una
verdad a medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar.
Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y
datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de
opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene
de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por
qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y
no en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien
objetase que a veces también hay personas autorizadas en Porta a Porta
(programa televisivo italiano de análisis de temas de actualidad), es la
escuela quien debe discutir Porta a Porta. Los medios de difusión masivos
informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero la escuela debe
saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el tono y la
fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y televisión. Y
además, hace falta verificar la información que transmiten los medios: por
ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación errónea del
inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?
Pero el estudiante no le estaba
diciendo al profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y
la televisión para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la
fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por
discursos aislados, que circulan de manera casual y desordenado cada día en
diversos medios que sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la
buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe
Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar
Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y la discusión infinita
sobre el más alto de los números impares. Le estaba diciendo que la información
que Internet pone a su disposición es inmensamente más amplia e incluso más
profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y omitía un punto
importante: que Internet le dice "casi todo", salvo cómo buscar,
filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información.
Almacenar nueva información, cuando
se tiene buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir
qué es lo que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la
diferencia entre los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y
los autodidactas (aunque sean geniales).
El problema dramático es que por
cierto a veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al
menos no en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería
saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo
menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por
comparar y juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y
también puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente
lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán
y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones.
El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la
escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las
tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo solamente la primera
parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
Don
Quijote de las paradojas
Por Eduardo
Galeano – 13 de Febero de 2005 –para Página
12
Nació en prisión esta aventura de la libertad. En la cárcel
de Sevilla, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido
hace habitación”, fue engendrado Don Quijote de la Mancha. El papá estaba preso
por deudas.
Exactamente tres siglos antes, Marco Polo había dictado su libro de viajes en la cárcel de Génova, y sus compañeros de prisión habían escuchado, y escuchándolo habían viajado.
Cervantes se propuso escribir una parodia de las novelas de caballería. Ya nadie, o casi nadie, las leía. Estaban pasadas de moda. La tomadura de pelo fue un esfuerzo digno de mejor causa. Y sin embargo, esa inútil aventura literaria resultó mucho más que su proyecto original, viajó más lejos y más alto y se convirtió en la novela más popular de todos los tiempos y de todas las lenguas.
Merece gratitud eterna el caballero de la triste figura. A don Quijote los libros de caballería le habían quemado la cabeza, pero él, que se perdió por leer, salva a quienes lo leemos. Nos salva de la solemnidad y del aburrimiento.
Famosos estereotipos: don Quijote y Sancho Panza, el caballero y su escudero, la locura y la cordura, el soñador hidalgo con la cabeza en las nubes y el labriego rústico de pata en tierra.
Es verdad que don Quijote se vuelve loco de remate cada vez que monta a Rocinante, pero cuando desmonta suele decir frases que vienen del más puro sentido común, y en ocasiones pareciera que se hace el loco sólo por cumplir con el autor o el lector. Y Sancho Panza, el ramplón, el bruto, sabe ejercer con ejemplar sutileza su gobierno de la ínsula de Barataria.
Tan frágil que parecía y fue el más duradero. Cada día cabalga con más ganas, y no sólo por la manchega llanura. Tentado por los caminos del mundo, el personaje se escapa del autor y en sus lectores se transfigura. Y entonces hace lo que no hizo, y dice lo que no dijo.
Don Quijote jamás pronunció la más famosa de sus frases. “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos” no figura en la obra de Cervantes. ¿Qué anónimo lector habrá sido el autor?
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parece destinado a la derrota y al ridículo.
Este delirante se cree personaje de novela de caballería y cree que las novelas de caballería son libros de historia. Sin embargo, no siempre cae despatarrado en sus lances imposibles, y a veces hasta aplica honrosas tundas a los enemigos que enfrenta o inventa. Y ridículo es, qué duda cabe, pero entrañablemente ridículo. Cree el niño que una escoba es un caballo, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura los lectores acompañamos y compartimos los andares estrafalarios de don Quijote.
Reímos de él, sí, pero mucho más reímos con él.
“No te tomes en serio nada que no te haga reír”, me aconsejó alguna vez un amigo brasileño. Y el lenguaje popular se toma en serio los delirios de don Quijote y expresa la dimensión heroica que la gente ha otorgado a este antihéroe. Hasta el Diccionario de la Real Academia Española lo reconoce así. Quijotada es, según el diccionario, “la acción propia de un quijote” y quijote es aquel que “antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo”.
Dos veces pidió Cervantes empleo en América, y dos veces fue rechazado. Algunas versiones dicen que era dudosa su limpieza de sangre. Los estatutos prohibían viajar a las colonias americanas a quien llevara en sus venas glóbulos judíos, musulmanes o heréticos, que se trasmitían a lo largo de no menos de siete generaciones. Quizá la sospecha de algún abuelo o bisabuelo que fuera judío converso explica la respuesta oficial a las solicitudes de Cervantes: “Busque por acá en qué se le haga merced”.
El no pudo venir a América. Pero su hijo, don Quijote, sí. Y en América le fue de lo más bien.
En 1965, el Che Guevara escribió la última carta a sus padres.
Para decirles adiós, no citó a Marx. Escribió: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo”.
En sus malandanzas, evocaba don Quijote la edad dorada, cuando todo era común y no había tuyo ni mío. Después, decía, habían empezado los abusos, y por eso había sido necesario que salieran al camino los caballeros andantes, para defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos.
El poeta León Felipe creía que los ojos y la conciencia de don Quijote “ven y organizan el mundo no como es, sino como debiera ser. Cuando don Quijote toma al ventero ladrón por un caballero cortés y hospitalario, a las prostitutas descaradas por doncellas hermosísimas, la venta por un albergue decoroso, el pan negro por pan candeal y el silbo del capador por una música acogedora, dice que en el mundo no debe haber ni hombres ladrones ni amor mercenario ni comida escasa ni albergue oscuro ni música horrible”.
Unos años antes de que Cervantes inventara a su febril justiciero, Tomás Moro había contado la utopía. En el libro de Tomás Moro, Utopía, u-topía significaba no-lugar. Pero quizás ese reino de la fantasía encuentra lugar en los ojos que lo adivinan, y en ellos encarna. Bien decía George Bernard Shaw que hay quienes observan la realidad tal cual es y se preguntan por qué, y hay quienes imaginan la realidad como jamás ha sido y se preguntan por qué no.
Está visto, y los ciegos lo ven, que cada persona contiene otras personas posibles, y cada mundo contiene su contramundo. Esa promesa escondida, el mundo que necesitamos, no es menos real que el mundo que conocemos y padecemos.
Bien lo saben, bien lo viven, los aporreados que todavía cometen la locura de volver al camino, una vez y otra y otra, porque siguen creyendo que el camino es un desafío que espera, y porque siguen creyendo que desfacer agravios y enderezar entuertos es un disparate que vale la pena.
Ayuda lo imposible a que lo posible se abra paso. Por decirlo en términos de la farmacia de don Quijote: tan mágico es este bálsamo de Fierabrás, que a veces nos salva de la maldición del fatalismo y de la peste de la desesperanza.
¿No es ésta, al fin y al cabo, la gran paradoja del viaje humano en el mundo? Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían.
Exactamente tres siglos antes, Marco Polo había dictado su libro de viajes en la cárcel de Génova, y sus compañeros de prisión habían escuchado, y escuchándolo habían viajado.
Cervantes se propuso escribir una parodia de las novelas de caballería. Ya nadie, o casi nadie, las leía. Estaban pasadas de moda. La tomadura de pelo fue un esfuerzo digno de mejor causa. Y sin embargo, esa inútil aventura literaria resultó mucho más que su proyecto original, viajó más lejos y más alto y se convirtió en la novela más popular de todos los tiempos y de todas las lenguas.
Merece gratitud eterna el caballero de la triste figura. A don Quijote los libros de caballería le habían quemado la cabeza, pero él, que se perdió por leer, salva a quienes lo leemos. Nos salva de la solemnidad y del aburrimiento.
Famosos estereotipos: don Quijote y Sancho Panza, el caballero y su escudero, la locura y la cordura, el soñador hidalgo con la cabeza en las nubes y el labriego rústico de pata en tierra.
Es verdad que don Quijote se vuelve loco de remate cada vez que monta a Rocinante, pero cuando desmonta suele decir frases que vienen del más puro sentido común, y en ocasiones pareciera que se hace el loco sólo por cumplir con el autor o el lector. Y Sancho Panza, el ramplón, el bruto, sabe ejercer con ejemplar sutileza su gobierno de la ínsula de Barataria.
Tan frágil que parecía y fue el más duradero. Cada día cabalga con más ganas, y no sólo por la manchega llanura. Tentado por los caminos del mundo, el personaje se escapa del autor y en sus lectores se transfigura. Y entonces hace lo que no hizo, y dice lo que no dijo.
Don Quijote jamás pronunció la más famosa de sus frases. “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos” no figura en la obra de Cervantes. ¿Qué anónimo lector habrá sido el autor?
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parece destinado a la derrota y al ridículo.
Este delirante se cree personaje de novela de caballería y cree que las novelas de caballería son libros de historia. Sin embargo, no siempre cae despatarrado en sus lances imposibles, y a veces hasta aplica honrosas tundas a los enemigos que enfrenta o inventa. Y ridículo es, qué duda cabe, pero entrañablemente ridículo. Cree el niño que una escoba es un caballo, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura los lectores acompañamos y compartimos los andares estrafalarios de don Quijote.
Reímos de él, sí, pero mucho más reímos con él.
“No te tomes en serio nada que no te haga reír”, me aconsejó alguna vez un amigo brasileño. Y el lenguaje popular se toma en serio los delirios de don Quijote y expresa la dimensión heroica que la gente ha otorgado a este antihéroe. Hasta el Diccionario de la Real Academia Española lo reconoce así. Quijotada es, según el diccionario, “la acción propia de un quijote” y quijote es aquel que “antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo”.
Dos veces pidió Cervantes empleo en América, y dos veces fue rechazado. Algunas versiones dicen que era dudosa su limpieza de sangre. Los estatutos prohibían viajar a las colonias americanas a quien llevara en sus venas glóbulos judíos, musulmanes o heréticos, que se trasmitían a lo largo de no menos de siete generaciones. Quizá la sospecha de algún abuelo o bisabuelo que fuera judío converso explica la respuesta oficial a las solicitudes de Cervantes: “Busque por acá en qué se le haga merced”.
El no pudo venir a América. Pero su hijo, don Quijote, sí. Y en América le fue de lo más bien.
En 1965, el Che Guevara escribió la última carta a sus padres.
Para decirles adiós, no citó a Marx. Escribió: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo”.
En sus malandanzas, evocaba don Quijote la edad dorada, cuando todo era común y no había tuyo ni mío. Después, decía, habían empezado los abusos, y por eso había sido necesario que salieran al camino los caballeros andantes, para defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos.
El poeta León Felipe creía que los ojos y la conciencia de don Quijote “ven y organizan el mundo no como es, sino como debiera ser. Cuando don Quijote toma al ventero ladrón por un caballero cortés y hospitalario, a las prostitutas descaradas por doncellas hermosísimas, la venta por un albergue decoroso, el pan negro por pan candeal y el silbo del capador por una música acogedora, dice que en el mundo no debe haber ni hombres ladrones ni amor mercenario ni comida escasa ni albergue oscuro ni música horrible”.
Unos años antes de que Cervantes inventara a su febril justiciero, Tomás Moro había contado la utopía. En el libro de Tomás Moro, Utopía, u-topía significaba no-lugar. Pero quizás ese reino de la fantasía encuentra lugar en los ojos que lo adivinan, y en ellos encarna. Bien decía George Bernard Shaw que hay quienes observan la realidad tal cual es y se preguntan por qué, y hay quienes imaginan la realidad como jamás ha sido y se preguntan por qué no.
Está visto, y los ciegos lo ven, que cada persona contiene otras personas posibles, y cada mundo contiene su contramundo. Esa promesa escondida, el mundo que necesitamos, no es menos real que el mundo que conocemos y padecemos.
Bien lo saben, bien lo viven, los aporreados que todavía cometen la locura de volver al camino, una vez y otra y otra, porque siguen creyendo que el camino es un desafío que espera, y porque siguen creyendo que desfacer agravios y enderezar entuertos es un disparate que vale la pena.
Ayuda lo imposible a que lo posible se abra paso. Por decirlo en términos de la farmacia de don Quijote: tan mágico es este bálsamo de Fierabrás, que a veces nos salva de la maldición del fatalismo y de la peste de la desesperanza.
¿No es ésta, al fin y al cabo, la gran paradoja del viaje humano en el mundo? Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían.