En 1580, el pensador francés Michel de Montaigne
(1533-1592) publica Essais (“ensayos”), un libro que reunía un conjunto
de reflexiones personales sobre los asuntos cotidianos más variados: el ocio,
la amistad, el miedo, la soledad, el sueño, la vanidad, la educación. Como se
reconoce en el epígrafe que encabeza este apartado (recuadro Presentación de
Montaigne), su autor era consciente del carácter novedoso del libro. Tanto
la denominación como los textos reunidos bajo ese nombre resultaban “únicos en
el mundo” En ese sentido, el origen del ensayo puede establecerse con absoluta
precisión, a diferencia de otros géneros, como por ejemplo el dramático, cuyas
fuentes se remontan a un tiempo impreciso y cuyos autores son desconocidos.
Sin embargo, esto no significa que se trate de una
creación absolutamente original. Es decir, el ensayo de Montaigne no surge del
vacío. De hecho, el filósofo inglés Francis Bacon (1561 -1626), que publicara
en 1597 un libro con el mismo título (Essays, en su idioma original),
relativizaría la novedad del género. Como se observa en el segundo epígrafe,
Bacon destaca que “su contenido es antiguo”. Y podríamos agregar: también eran
antiguos su estilo y su estructura.
En resumen, su aparición a fines del siglo XVI lo revela
como un género “nuevo” (por sus características peculiares) y “viejo” (en la
medida en que se asemeja a los ya existentes). Para examinar lo que el ensayo
propone como diferencia o como continuidad, debemos confrontarlo con los
géneros que le son contemporáneos. En otros términos, tenemos que analizar su
relación con la serie genérica
El ensayo estuvo emparentado con una diversidad de
géneros que circulaban en la época de Montaigne, pero que ya eran conocidos
desde la antigua tradición grecolatina. Entre otros, el diálogo filosófico y la
epístola. El diálogo filosófico consistía en una conversación ficcional
entre personajes que discurrían sobre temas diversos. El intercambio de turnos —sobre
la base de preguntas y respuestas, de problemas y soluciones, de tesis o
argumentos contrapuestos— motivaba, por un lado, la exposición del tema y, por
el otro, el desarrollo de una argumentación.
La epístola o carta fue uno de los géneros más
próximo al ensayo. Ya Bacon había observado ese parentesco y el propio Montaigne confesó en uno de sus
ensayos que hubiera escrito sus meditaciones como cartas “si hubiera tenido a
quien hablar”.
Al margen del uso oficial (las cartas administrativas,
por ejemplo), el género epistolar se reservaba en la antigüedad y hasta más
allá del siglo XVI para el ámbito privado. No obstante, además de tratar
anécdotas personales, sus escritores aprovechaban el espacio para avanzar sobre
otras cuestiones de carácter público. En ese sentido, la carta —que era copiada
y muchas veces terminaba siendo publicada— sirvió para desplegar variadísimas
reflexiones en torno a problemas de índole moral, religiosa, filosófica,
política, etcétera.
Como el diálogo, la epístola resultó un género
argumentativo muy flexible. Con cierta libertad y despreocupación en la
estructura y el estilo, y con la excusa de tener un destinatario, los autores podían
justificar una extensa disertación personal sobre cualquier asunto.
El
género —hasta nuestros días— se ha debatido entre esos dos polos. No presenta
ni la arbitrariedad ni la subjetividad de una argumentación de la vida
cotidiana (por ejemplo, de una discusión entre amigos), pero tampoco, la
rigurosidad y objetividad del pensamiento científico (una investigación académica).
Más
que demostrar hechos, el ensayo procura aproximarse a verdades, siempre particulares,
relativas, personales. De hecho, el nombre alude a esos sentidos: ensayar
significa tantear, ejercitarse, intentar. Esto marca su
mayor debilidad, pero también su mayor ventaja.
La frase que guiaba a
Montaigne —¿Que sais-je? (¿Qué es lo que sé?)— instaló el género en el terreno
de la incertidumbre personal ante cualquier idea, propia o ajena. Tal
incertidumbre constituye el punto de partida de la reflexión del ensayista y a
menudo, el de llegada. Por eso, limita sus conclusiones, pero, al mismo tiempo,
convierte al ensayo en un género de crítica de ideas, opiniones, lugares
comunes, que circulan en la sociedad.
Por otra parte, si
bien el carácter no sistemático del ensayo —como veremos, muchas veces carece de
razonamientos infalibles, metódicos, ordenados— le resta rigor a la reflexión,
le proporciona al escritor una mayor libertad de pensamiento y de escritura que,
por ejemplo, la demostración matemática
Ahora bien, se puede
señalar otro factor que favorece el desarrollo del ensayo: el estado de la ciencia.
Por sus temas (morales, políticos, de vida cotidiana, costumbres, etcétera), el
ensayo siempre estuvo emparentado con las denominadas ciencias sociales. Es
más, debido a que estas disciplinas son de creación relativamente reciente (la
sociología, la antropología, la psicología, la lingüística, la teoría literaria
se constituyen entre fines del siglo XIX y principios del XX), algunos ensayistas
fueron considerados como precursores de los investigadores que, de un modo
científico, abordarían las mismas cuestiones.
Acerca de la
estructura del ensayo
El núcleo de una
argumentación está constituido por la presentación de una hipótesis (opinión,idea,
proposición) y su fundamentación (argumentos que demuestran esa
hipótesis). No obstante, los textos de carácter argumentativo amplían esa
estructura básica para incluir los siguientes bloques:
introducción
exposición
argumentación
conclusión
En el ensayo, la
introducción y la exposición pueden estar reducidas al mínimo o no figurar; la
argumentación, en cambio, es ineludible. El nombre de confirmatio que
empleaban los retóricos latinos para designar este bloque resulta esclarecedor:
se trata de confirmar la hipótesis enunciada con antelación.
Puede ser útil, una
vez más, confrontar el ensayo con el discurso científico. El tratado científico
(la investigación monográfica, la tesis doctoral, etc.) aspira a probar una
tesis o hipótesis. Para ello, recurre al método o los métodos establecidos por
su disciplina y procede no solo a explorar sino a buscar aquello que le permita
probar suficientemente la verdad (o falsedad) de su idea. Una vez probada, será
la comunidad científica quien la avale. Su finalidad, entonces, es demostrar
una verdad objetiva, general
y absoluta, por lo menos hasta tanto no sea refutada por los hechos o por nuevas
tesis.
El ensayo, en cambio,
intenta persuadir con argumentos convincentes y verosímiles (creíbles).
Para llegar a eso no
sigue un método, sigue un método “ametódico”. Es decir,
en lugar de recorrer una serie de pasos preestablecidos (observación,
experimentación, etcétera), ensaya distintas vías para llegar a persuadir racionalmente
a sus lectores y conmoverlos afectivamente; no, para probar una verdad general.
Por eso, intenta demostrar opiniones siempre subjetivas, particulares y
relativas.
Los argumentos que
despliega un ensayo no difieren de los que podemos advertir en otros géneros de
naturaleza argumentativa que circulan en la vida cotidiana, pública y privada:
el discurso político, la publicidad, las variadísimas formas del debate o la
discusión de ideas.
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