jueves, 31 de octubre de 2019

Otros ensayos como fuentes


Más información, menos conocimiento.
Nicholas Carr estudió Literatura en el Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación,
sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.
Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector y, casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: «Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer.
Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo».
Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011).
 Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.
Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al
desarrollo económico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más
de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le
exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.
No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la
«inteligencia artificial» que está a su servicio soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado «la mejor y más grande biblioteca del mundo»? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes
máquinas?
No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirmen: «Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos». Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para «informarse». Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: «Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros».
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La guerra y la paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del
Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce «la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos».
En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que —para qué engañarnos— no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la «inteligencia artificial» es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

El País, Madrid, 31 de julio de 2011

 Vargas Llosa, Mario. “La civilización del espectáculo”. Ediciones Santillana Ediciones Generales, S. L. 2012 www.alfaguara.com

 REFLEXIONES SOBRE ESPAÑA Y AMÉRICA

CARLOS FUENTES 
EL 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón desembarcó en una pequeña isla del hemisferio occidental. La hazaña del navegante fue un triunfo de la hipótesis sobre los hechos: la evidencia indicaba que la Tierra era plana; la hipótesis, que era redonda. Colón apostó a la hipótesis: puesto que la Tierra es redonda, se puede llegar al Oriente navegando hacia el Occidente. Pero se equivocó en su geografía. Creyó que había llegado a Asia. Su deseo era alcanzar las fabulosas tierras de Cipango (Japón) y Catay (China), reduciendo la ruta europea alrededor de la costa de África, hasta el extremo sur del Cabo de Buena Esperanza y luego hacia el este hasta el Océano Índico y las islas de las especias.
 No fue la primera ni la última desorientación occidental. En estas islas, que él llamó “las Indias”, Colón estableció las primeras poblaciones europeas en el Nuevo Mundo. Construyó las primeras iglesias; ahí se celebraron las primeras misas cristianas. Pero el navegante encontró un espacio donde la inmensa riqueza asiática con que había soñado estaba ausente. Colón tuvo que inventar el descubrimiento de grandes riquezas en bosques, perlas y oro, y enviar esta información a España. De otra manera, su protectora, la reina Isabel, podría haber pensado que su inversión (y su fe) en este marinero genovés de imaginación febril había sido un error.
 Pero Colón, más que oro, le ofreció a Europa una visión de la Edad de Oro restaurada: éstas eran las tierras de Utopía, el tiempo feliz del hombre natural. Colón había descubierto el paraíso terrenal y el buen salvaje que lo habitaba. ¿Por qué, entonces, se vio obligado a negar inmediatamente su propio descubrimiento, a atacar a los hombres a los cuales acababa de describir como “muy mansos y sin saber que sea mal ni matar a otros ni prender, y sin armas”, darles caza, esclavizarles y aun enviarlos a España encadenados?
 Al principio Colón dio un paso atrás hacia la Edad Dorada. Pero muy pronto, a través de sus propios actos, el paraíso terrenal fue destruido y los buenos salvajes de la víspera fueron vistos como “buenos para les mandar y les hacer trabajar y sembrar y hacer todo lo otro que fuera menester”.
 Desde entonces, el continente americano ha vivido entre el sueño y la realidad, ha vivido el divorcio entre la buena sociedad que deseamos y la sociedad imperfecta en la que realmente vivimos. Hemos persistido en la esperanza utópica porque fuimos fundados por la utopía, porque la memoria de la sociedad feliz está en el origen mismo de América, y también al final del camino, como meta y realización de nuestras esperanzas.
 Quinientos años después de Colón, se nos pidió celebrar el quinto centenario de su viaje, sin duda uno de los grandes acontecimientos de la historia humana, un hecho que en sí mismo anunció el advenimiento de la Edad Moderna y la unidad geográfica del planeta. Pero muchos de nosotros, en las comunidades hispanohablantes de las Américas, nos preguntamos: ¿tenemos realmente algo que celebrar?
 Un vistazo a lo que ocurre en las repúblicas latinoamericanas al finalizar el siglo XX nos llevaría a responder negativamente. En Caracas o en la Ciudad de México, en Lima o en Río de Janeiro, el quinto centenario del “descubrimiento de América” nos sorprendió en un estado de profunda crisis. Inflación, desempleo, la carga excesiva de la deuda externa. Pobreza e ignorancia crecientes; abrupto descenso del poder adquisitivo y de los niveles de vida. Un sentimiento de frustración, de ilusiones perdidas y esperanzas quebrantadas. Frágiles democracias, amenazadas por la explosión social.
 Yo creo, sin embargo, que a pesar de todos nuestros males económicos y políticos, sí tenemos algo que celebrar. La actual crisis que recorre a Latinoamérica ha demostrado la fragilidad de nuestros sistemas políticos y económicos. La mayor parte ha caído estrepitosamente. Pero la crisis también reveló algo que permaneció en pie, algo de lo que no habíamos estado totalmente conscientes durante las décadas precedentes del auge económico y el fervor político. Algo que en medio de todas nuestras desgracias permaneció en pie: nuestra herencia cultural. Lo que hemos creado con la mayor alegría, la mayor gravedad y el riesgo mayor. La cultura que hemos sido capaces de crear durante los pasados quinientos años, como descendientes de indios, negros y europeos, en el Nuevo Mundo.
 La crisis que nos empobreció también puso en nuestras manos la riqueza de la cultura, y nos obligó a darnos cuenta de que no existe un solo latinoamericano, desde el Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, que no sea heredero legítimo de todos y cada uno de los aspectos de nuestra tradición cultural. Es esto lo que deseo explorar en este libro. Esa tradición que se extiende de las piedras de Chichén Itzá y Machu Picchu a las modernas influencias indígenas en la pintura y la arquitectura. Del barroco de la era colonial a la literatura contemporánea de Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Y de la múltiple presencia europea en el hemisferio —ibérica, y a través de Iberia, mediterránea, romana, griega y también árabe y judía— a la singular y sufriente presencia negra africana. De las cuevas de Altamira a los grafitos de Los Ángeles. Y de los primerísimos inmigrantes a través del estrecho de Bering, al más reciente trabajador indocumentado que anoche cruzó la frontera entre México y los Estados Unidos.
 Pocas culturas del mundo poseen una riqueza y continuidad comparables. En ella, nosotros, los hispanoamericanos, podemos identificarnos e identificar a nuestros hermanos y hermanas en este continente. Por ello resulta tan dramática nuestra incapacidad para establecer una identidad política y económica comparable. Sospecho que esto ha sido así porque, con demasiada frecuencia, hemos buscado o impuesto modelos de desarrollo sin mucha relación con nuestra realidad cultural. Pero es por ello, también, que el redescubrimiento de los valores culturales pueda darnos, quizás, con esfuerzo y un poco de suerte, la visión necesaria de las coincidencias entre la cultura, la economía y la política. Acaso ésta es nuestra misión en el siglo XXI.
 Éste es un libro dedicado, en consecuencia, a la búsqueda de la continuidad cultural que pueda informar y trascender la desunión económica y la fragmentación política del mundo hispánico. El tema es tan complejo como polémico, y trataré de ser ecuánime en su discusión. Pero también seré apasionado, porque el tema me concierne íntimamente como hombre, como escritor y como ciudadano, de México, en la América Latina, y escribiendo la lengua castellana.
 Buscando una luz que me guiase a través de la noche dividida del alma cultural, política y económica del mundo de habla española, la encontré en el sitio de las antiguas ruinas totonacas de El Tajín, en Veracruz, México. Veracruz es el estado natal de mi familia. Ha sido el puerto de ingreso para el cambio, y al mismo tiempo el hogar perdurable de la identidad mexicana. Los conquistadores españoles, franceses y norteamericanos han entrado a México a través de Veracruz. Pero las más antiguas culturas, los olmecas al sur del puerto, desde hace 3,500 años, y los totonacas al norte, con una antigüedad de 1,500 años, también tienen sus raíces aquí.
 En las tumbas de sus sitios religiosos se han encontrado espejos enterrados cuyo propósito, ostensiblemente, era guiar a los muertos en su viaje al inframundo. Cóncavos, opacos, pulidos, contienen la centella de luz nacida en medio de la oscuridad. Pero el espejo enterrado no es sólo parte de la imaginación indígena americana. El poeta mexicano-catalán Ramón Xirau ha titulado uno de sus libros L'Espil Soterrat—El espejo enterrado—, recuperando una antigua tradición mediterránea no demasiado lejana de la de los más antiguos pobladores indígenas de las Américas. Un espejo: un espejo que mira de las Américas al Mediterráneo, y del Mediterráneo a las Américas. Éste es el sentido y el ritmo mismo de este libro.
 En esta orilla, los espejos de pirita negra encontrados en la pirámide de El Tajín en Veracruz, un asombroso sitio cuyo nombre significa “relámpago”. En la Pirámide de los Nichos, que se levanta a una altura de 25 metros sobre una base de 1,225 metros cuadrados, 365 ventanas se abren hacia el mundo, simbolizando, desde luego, los días del año solar. Creado en la piedra, El Tajín es un espejo del tiempo. En la otra orilla, el Caballero de los Espejos creado por Miguel de Cervantes, le da batalla a Don Quijote, tratando de curarlo de su locura. El viejo hidalgo tiene un espejo en su mente, y en él se refleja todo lo que Don Quijote ha leído y que, pobre loco, considera fiel reflejo de la verdad.
 No muy lejos, en el Museo del Prado en Madrid, el pintor Velázquez se pinta pintando lo que realmente está pintando, como si hubiese creado un espejo. Pero en el fondo mismo de su tela, otro espejo refleja a los verdaderos testigos de la obra de arte: tú y yo.
 Acaso el espejo de Velázquez también refleje, en la orilla española, el espejo humeante del dios azteca de la noche, Tezcatlipoca, en el momento en que visita a la serpiente emplumada, Quetzalcóatl, el dios de la paz y de la creación, ofreciéndole el regalo de un espejo. Al verse reflejado, el dios bueno se identifica con la humanidad y cae aterrado: el espejo le ha arrebatado su divinidad.
 ¿Encontrará Quetzalcóatl su verdadera naturaleza, tanto humana como divina, en la casa de los espejos, el templo circular del viento en la pirámide tolteca de Teotihuacan, o en el cruel espejo social de Los caprichos de Goya, donde la vanidad es ridiculizada y la sociedad no puede engañarse a sí misma cuando se mira en el espejo de la verdad?: ¿Creías que eras un galán? Mira, en realidad eres un mico.
 Los espejos simbolizan la realidad, el Sol, la Tierra y sus cuatro direcciones, la superficie y la hondura terrenales, y todos los hombres y mujeres que la habitamos. Enterrados en escondrijos a lo largo de las Américas, los espejos cuelgan ahora de los cuerpos de los más humildes celebrantes en el altiplano peruano o en los carnavales indios de México, donde el pueblo baila vestido con tijeras o reflejando el mundo en los fragmentos de vidrio de sus tocados. El espejo salva una identidad más preciosa que el oro que los indígenas le dieron, en canje, a los europeos.
 ¿Acaso no tenían razón? ¿No es el espejo tanto un reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación?



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