Alumnos: bienvenidos a esta segunda etapa del año...abordaremos en clases las cualidades de este género privilegiado por las letras de todos los tiempos...Mientras tanto...aquí van algunos modelos para la lectura...Nos vemos!!!!
El arte de narrar por Walter Benjamin*
Cada mañana se nos informa sobre las novedades del planeta. Y, sin
embargo, somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a
que ya no nos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos.
En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la
narración, casi todo en provecho de la información. Porque si se puede
reproducir una historia preservándola de explicaciones ya se logró la mitad del
arte de narrar. Los antiguos eran maestros en este arte, Herodoto a la cabeza.
En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, está la historia de
Samético. Cuando el rey egipcio Samético fue vencido y tomado prisionero por el
rey de los persas Cambises, Cambises se empecinó en humillar al prisionero. Dio
órdenes de hacer parar a Samético al costado de la calle en la que tendría
lugar la entrada triunfal de los persas. Y además dispuso las cosas de tal
forma que el prisionero pudiera ver pasar a su hija como sirvienta yendo a
buscar agua a la fuente en una vasija. Mientras todos los egipcios se quejaban
y se lamentaban ante este cuadro, Samético permanecía parado solo, inmóvil y
sin pronunciar palabra, los ojos fijos en el suelo; y cuando al poco tiempo vio
que su hijo era conducido junto con otros para ser ejecutado, siguió sin
conmoverse. Pero cuando después reconoción a uno de sus criados, un viejo
hombre empobrecido, en la hilera de los prisioneros, se golpeó la cabeza con
los puños y dio señales del más profundo dolor.–En esta historia se ve lo que
es un verdadero relato. El mérito de la información pasa en cuanto deja de ser
nueva. Ella sólo se vive en ese momento. Debe entregarse a él y explicarse sin perder
tiempo. Pero en el relato sucede otra cosa: él no se agota, sino que almacena
la fuerza reunida en su interior y puede volver a desplegarla después de largo
tiempo. Así Montaigne volvió al relato del rey egipcio y se preguntó: ¿Por qué
el rey se queja recién al ver a su criado y no antes? Montaigne responde: “Como
ya estaba lleno de dolor, bastó un mínimo incremento para que éste rebalsara”.
Esa es una forma de entender esta historia. Pero ésta también admite otras
explicaciones. Cualquiera puede trabar conocimiento con muchas de ellas, si
plantea esta pregunta en el círculo de sus amigos.
Uno de mis amigos dijo, por ejemplo: “Al rey no lo conmueve el destino
de lo monárquico; porque ése es el suyo.” Y otro: “En el escenario nos conmueven
muchas cosas que no nos conmueven en la vida; este criado es sólo un actor para
el rey.” Y un tercero: “El dolor intenso se acumula y sólo sale a la luz cuando
la persona se distiende.
El reconocer al criado fue la distensión”: “Si esta historia hubiera
sucedido hoy”, dijo un cuarto, “entonces en todos los diarios diría que Samético
quiere más a su criado que a sus hijos.” De lo que no caben dudas es de que
todos los periodistas la explicarían en un abrir y cerrar de ojos. Herodoto no
la explica ni con una palabra. Su relato es el más seco. Por eso esta historia
del antiguo Egipto puede provocar asombro y reflexión aún hoy, después de
milenios. Se parece a las semillas que durante miles de años estuvieron
herméticamente cerradas en las cámaras de las pirámides y conservaron su fuerza
germinadora hasta el día de hoy.
En Cuadros de un pensamiento, Buenos Aires, Imago Mundi, 1992
*Walter Benjamin fue un filósofo, crítico literario, crítico social, traductor, locutor de radio y ensayista alemán.Nació en Berlín en 1892 y falleció en España en 1940.
Lectores, espectadores e
internautas Néstor García Canclini *
ESPECTADOR. Se aplica a quien asiste a un espectáculo público y lo
«mira con atención», dice la Enciclopedia Salvat, en su edición de 2003. La
palabra precedente, espectáculo, además de referirlo a función o diversión,
«celebrada en un local o lugar en el que la gente se congrega para presenciarla»,
es definida como «Acción que causa extrañeza o escándalo. Se usa especialmente
con el verbo dar”
Una etnografía que mire con atención lo que buscan los consumidores y
lo que anuncian los diarios en su sección de espectáculos (o sea lo que se ve
en televisión y en la vida privada de los artistas) registrará cuanto no sucede
en locales donde la gente se congrega. Tampoco se limitan a esas páginas del
periódico las acciones que causan extrañeza o escándalo: compiten las secciones
de política y economía. Si la observación se aplica a las artes, dar sólo es
uno de los verbos empleados al hablar de espectáculos, junto a participar,
financiar y «colocar un producto en el mercado».
La propia etnografía, que se distinguió como la mirada más atenta a
poblaciones diferentes y lejanas, ahora descalifica a los antropólogos que sólo
observan. Auspicia la investigación-participante y la investigación-acción.
Se pensaba que la noción de espectador cambiaba según el objeto o
espectáculo, y la distancia que tenía con los actores: de la platea al
escenario en el clásico teatro a la italiana, de la tribuna a la cancha en los
estadios, del sillón de la casa a la pantalla televisiva. Hoy, aun dentro de un
mismo arte, deporte o medio de comunicación, el lugar del espectáculo es
inestable. No están fijos los actores en la sociedad, ni las obras que sólo se
contemplaban, ni la distancia entre unos y otras.
Se asemeja a lo ocurrido con la noción de espectador, lo que sucede
con los lectores. Así como había una distancia correcta para ver los cuadros,
un cierto silencio mientras duraba la obra teatral o la película, se enseñaba
una lectura pausada, algo así como una contemplación del libro. Se creía saber
qué eran un cuadro, una obra y un libro, y existían lugares, posiciones del
cuerpo y espacios institucionalizados para mirarlos con atención. El recinto
teatral o cinematográfico, el museo o la galería, la biblioteca o el sillón de
la casa pretendían ser, cada una, escenas distintas y distantes de la vida
real.
Ahora somos espectadores de lo que también ocurre en secciones del
diario que no son la de espectáculos. Es habitual que al encender la televisión
resulte difícil distinguir si lo que vemos es un telenoticias o un reality
show.
Como ser espectador ya no es sólo asistir a espectáculos públicos o
verlos en los medios, quedan rezagadas las críticas de Guy Debord y sucesores
al capitalismo como «sociedad del espectáculo», porque movilizan imágenes en el
consumo mediático para controlar el ocio de los trabajadores y ofrecerles satisfacciones
que simularían compensar sus carencias. La televisión, el cine y la publicidad
continúan cumpliendo esa tarea, pero limitada debido a la espectacularización
generalizada de lo social. Los museos y los centros históricos son redefinidos
como lugares de exhibición de su arquitectura o de las operaciones
reestilizadoras que los vuelven atractivos, con indiferencia de lo que
contienen o representan. Lo que antes se llamaba planificación urbana y se
concebía con el fin de atender a las necesidades sociales, incluso de los
constructores, fue sustituida por el marketing urbano que destina la ciudad al
turismo, a captar inversiones y competir con otras, más que por sus bienes o su
cultura, por las imágenes y las marcas. Se nos convoca a ser espectadores de
nuestra propia ciudad, y de las otras aun antes de visitarlas o aunque nunca lo
hagamos, accediendo virtualmente a sus simulacros en la web.
Debemos revisar las sospechas sobre la propagación de espectáculos
como estrategia anestesiadora de los oprimidos. Para repensar la crítica hay
que hacerse cargo de que la resistencia también se despliega en actos
espectaculares.
Manifestaciones en las calles diseñadas para conseguir aparecer en los
medios, protestas dramatizadas, cajeros de bancos y vitrinas de marcas
transnacionales destrozados para hacer del espacio público una «pantalla
pública» (Deluca y Peeples, 2002).
Así como en la espectacularización mediática insistente hay riesgos de
banalización, su adopción repetida como política de resistencia puede volverse
efímera e ineficaz. Pero como dice Timothy Gibson, el espectáculo ha llegado
para quedarse y «debería formar parte de toda definición progresista de una
calidad de vida urbana»
(Gibson, 2005)
El velo no es el velo
por Mario Vargas Llosa *
La Generalitat, o gobierno autónomo de Cataluña, ha obligado a un
colegio público de Gerona a admitir a Shaima, una niña marroquí de ocho años,
que desde hacía una semana faltaba a clases porque las autoridades del plantel
le habían prohibido el ingreso mientras llevara el hiyab o velo islámico. El
director fundó la prohibición en el que pueda causar discriminación”. Por su
parte, la Generalitat considera que “el derecho a la escolarización” debe
prevalecer sobre las normas internas de los centros educativos.
A diferencia de lo que ocurre en países como Francia o el Reino Unido,
donde hay leyes sobre el uso del velo islámico en las escuelas públicas, en
España no existe legislación al respecto y hasta ahora el permiso o la
prohibición de llevarlo estaba librado al criterio de los propios centros de
enseñanza. Lo ocurrido con la niña marroquí establece un precedente que de
prevalecer y extenderse, abriría las puertas de la instrucción pública al
llamado multiculturalismo o comunitarismo. A mi juicio, semejante perspectiva
es sumamente riesgosa para el futuro de la cultura de la libertad en España.
A primera vista, semejante afirmación parecerá a algunos exagerada o
apocalíptica. ¿Qué puede tener de malo que una pobre criatura, acostumbrada por
la religión y las costumbres de su familia a tocarse con el hiyab lo siga
haciendo en las aulas escolares? ¿No sería una crueldad obligarla a destocarse
y lucir los cabellos a sabiendas de que, para sus creencias y usos
comunitarios, tal cosa sería tan traumático como para las niñas cristianas
exigirles mostrar el busto o las nalgas? De allí a considerar que prohibir el
velo islámico a las niñas en los colegios públicos es prejuicio antimusulmán o
etnocentrismo colonialista y racista hay sólo un paso cortito.
Sin embargo, no es tan sencillo. El velo islámico no es un simple velo
que una niña de ocho años decide libremente ponerse en la cabeza porque le
gusta o le es más cómodo tener los cabellos ocultos que expuestos. Es el
símbolo de una religión en la que la discriminación de la mujer es todavía, por
desgracia, más fuerte que en ninguna otra –en todas ellas, incluso las más
avanzadas, se discrimina aún a las mujeres–, una tara tradicional de la
humanidad de la que la cultura democrática ha conseguido librarnos en gran
parte, aunque no del todo, gracias a un largo proceso de luchas políticas,
ideológicas e institucionales que fueron cambiando la mentalidad, las
costumbres y dictando leyes destinadas a frenarla. Una de esas grandes
conquistas es el laicismo, uno de los pilares sobre los que se asienta la
democracia. El Estado laico no está contra la religión. Por el contrario,
garantiza el derecho de todos los ciudadanos de creer y practicar su religión
sin interferencias, siempre y cuando esas prácticas no infrinjan las leyes que
garantizan la libertad, la igualdad y demás derechos humanos que son la razón
de ser del Estado de Derecho.
Los colegios públicos de un Estado laico no pueden ser confesionales,
porque si lo fueran y privilegiaran a una religión sobre otras, o sobre los no
creyentes, ejercerían una discriminación inaceptable en una sociedad de veras
libre. En ésta la religión no desaparece, se confina en el ámbito privado,
fuera de las escuelas y las instituciones públicas. Los creyentes pueden
constituir escuelas privadas de carácter confesional, desde luego, o impartir
en las iglesias o en el seno de las familias todas las doctrinas y creencias en
las que quieren educar a sus hijos. Pero la religión no puede invadir el
dominio público sin que principios básicos de la cultura democrática, sobre
todo la igualdad y la libertad de los ciudadanos, se resquebrajen y se
establezcan privilegios y jerarquías abusivas.
El velo islámico en las escuelas públicas es una cabecera de playa con
la que los enemigos del laicismo, de la igualdad entre el hombre y la mujer, de
la libertad religiosa y de los derechos humanos, pretenden alcanzar espacios de
extraterritorialidad legal y moral en el seno de las democracias, algo que, si
éstas lo admiten, podría conducirlas al suicidio. Porque con el mismo argumento
con que se pretende que el hiyab sea admitido en las escuelas se puede exigir,
como han hecho y conseguido los islamistas en algunas ciudades de Europa, que
haya piscinas municipales separadas para hombres y mujeres pues para las
hembras musulmanas resulta impúdico compartirlas con los varones.
Y, si se trata de respetar todas las culturas y las costumbres, ¿por
qué la democracia no admitiría también los matrimonios negociados por los
padres y, en última instancia, hasta la ablación del clítoris de las niñas que
practican tantos millones de creyentes en el África y otros lugares del mundo?
El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar
sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son
equivalentes y respetables. No es verdad. Hay algunas culturas más evolucionadas
y modernas que otras y, aunque es verdad que aun en las culturas más primitivas
existen prácticas, usos y creencias que han enriquecido la experiencia humana y
enseñanzas que las otras pueden aprovechar, también lo es que en muchas
culturas sobreviven prejuicios y conductas bárbaras, discriminatorias y hasta
criminales que ninguna democracia puede admitir en su seno sin negarse a sí
misma y retroceder en el largo camino de la civilización que lleva andado.
Francia, donde el tema del velo islámico es objeto de viejos e
intensos debates, lo ha entendido así y ha dado un buen ejemplo al resto de los
países democráticos prohibiendo por ley, desde 2004, “el uso de elementos
ostentatorios de carácter religioso en las escuelas e institutos públicos del
país”. Al principio, esta medida fue considerada por algunos supuestos
“progresistas” reaccionaria y sustentada en un prejuicio contra los inmigrantes
de origen musulmán. No lo era. Por el contrario, su razón profunda es dar la
oportunidad a todos, extranjeros y nacionales, de cualquier raza, cultura o
religión, de trabajar y vivir en Francia en un ambiente de legalidad y libertad
que les permita seguir practicando todas sus creencias y costumbres que sean
compatibles con las leyes vigentes. Y, desde luego, renunciando a las que no lo
sean, como hicieron las iglesias cristianas en el pasado, cuando tuvieron que
acomodarse a las sociedades abiertas.
Si se considera que la democracia ha significado un extraordinario
avance sobre los regímenes despóticos y absolutistas de antaño, es difícil
entender que ella pueda ser sólo válida para los demócratas y que los países
democráticos, en nombre de la falacia de la equivalencia absoluta de las
culturas, admitan en su seno enclaves antidemocráticos o prácticas reñidas con los
principios básicos de la igualdad y la libertad. Quienes defienden el
multiculturalismo y el comunitarismo tienen una idea estática y esencialista de
las culturas que la historia desmiente. Ellas también evolucionan, de acuerdo
con el avance de la ciencia y con los intercambios de ideas y conocimientos,
que son cada vez más frecuentes en el mundo moderno y que, poco a poco, van
transformando convicciones, prácticas, creencias, supersticiones, valores y
prejuicios.
Un musulmán moderno de, digamos, el Líbano o El Cairo tiene muy poco
que ver con los musulmanes fundamentalistas de Darfur, que arrasan aldeas y
queman a familias enteras por ser paganas, y ponerlos dentro de la misma
etiqueta cultural es tan absurdo como considerar idénticos, por ser cristianos,
a los católicos generalmente tolerantes y democráticos de las sociedades
abiertas de nuestros días con los inquisidores o los cruzados medievales que
torturaban y asesinaban en nombre de la cruz.
Si los países democráticos quieren ayudar de algún modo a que la
religión musulmana experimente el mismo proceso de secularización que ha
permitido a la Iglesia Católica adaptarse a la cultura democrática, lo peor que
podrían hacer es renunciar a logros tan importantes como el laicismo y la
igualdad para no parecer etnocentristas y prejuiciosos. No hay etnocentrismo
alguno, sino universalismo y pluralismo estrictos, en no hacer concesiones en
la defensa de los derechos humanos y de la libertad.
El sistema francés me parece más claro y más eficaz que el adoptado
por el Reino Unido, donde el Estado ha transferido a los colegios e institutos
de enseñanza la decisión de autorizar o prohibir el uso del velo islámico en
las aulas. Pero esta potestad sólo vale en lo que concierne a los estudiantes.
En cambio, a las maestras les está prohibido dar clases veladas, según una
decisión del Poder Judicial del año pasado, luego de que una profesora se
presentara en el aula británica embutida en un niqab, especie de carpa
vestuario que cubre el cuerpo femenino de pies a cabeza. ¿No es absurdo que se
prohíba a las maestras lo que se permite a las alumnas, o viceversa? 90
En las fotos de la prensa de esta mañana, Shaima, la niña marroquí de
ocho años, sonríe feliz con sus grandes ojos porque podrá ir al colegio
portando el velo que, según le enseñó su abuelita, deben llevar siempre las
buenas creyentes. ¿Seguirá siendo tan feliz ahora convertida en la excepción a
la regla en su colegio? Yo creo que las buenas almas de la Generalitat catalana
la han condenado a la infelicidad.
Publicado en La Nación, 13 de octubre de 2007
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