martes, 11 de agosto de 2015

Ensayos para la lectura y el análisis

Alumnos: bienvenidos a esta segunda etapa del año...abordaremos en clases las cualidades de este género privilegiado por las letras de todos los tiempos...Mientras tanto...aquí van algunos modelos para la lectura...Nos vemos!!!!

El arte de narrar   por  Walter Benjamin*
Cada mañana se nos informa sobre las novedades del planeta. Y, sin embargo, somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que ya no nos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en provecho de la información. Porque si se puede reproducir una historia preservándola de explicaciones ya se logró la mitad del arte de narrar. Los antiguos eran maestros en este arte, Herodoto a la cabeza. En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, está la historia de Samético. Cuando el rey egipcio Samético fue vencido y tomado prisionero por el rey de los persas Cambises, Cambises se empecinó en humillar al prisionero. Dio órdenes de hacer parar a Samético al costado de la calle en la que tendría lugar la entrada triunfal de los persas. Y además dispuso las cosas de tal forma que el prisionero pudiera ver pasar a su hija como sirvienta yendo a buscar agua a la fuente en una vasija. Mientras todos los egipcios se quejaban y se lamentaban ante este cuadro, Samético permanecía parado solo, inmóvil y sin pronunciar palabra, los ojos fijos en el suelo; y cuando al poco tiempo vio que su hijo era conducido junto con otros para ser ejecutado, siguió sin conmoverse. Pero cuando después reconoción a uno de sus criados, un viejo hombre empobrecido, en la hilera de los prisioneros, se golpeó la cabeza con los puños y dio señales del más profundo dolor.–En esta historia se ve lo que es un verdadero relato. El mérito de la información pasa en cuanto deja de ser nueva. Ella sólo se vive en ese momento. Debe entregarse a él y explicarse sin perder tiempo. Pero en el relato sucede otra cosa: él no se agota, sino que almacena la fuerza reunida en su interior y puede volver a desplegarla después de largo tiempo. Así Montaigne volvió al relato del rey egipcio y se preguntó: ¿Por qué el rey se queja recién al ver a su criado y no antes? Montaigne responde: “Como ya estaba lleno de dolor, bastó un mínimo incremento para que éste rebalsara”. Esa es una forma de entender esta historia. Pero ésta también admite otras explicaciones. Cualquiera puede trabar conocimiento con muchas de ellas, si plantea esta pregunta en el círculo de sus amigos.
Uno de mis amigos dijo, por ejemplo: “Al rey no lo conmueve el destino de lo monárquico; porque ése es el suyo.” Y otro: “En el escenario nos conmueven muchas cosas que no nos conmueven en la vida; este criado es sólo un actor para el rey.” Y un tercero: “El dolor intenso se acumula y sólo sale a la luz cuando la persona se distiende.
El reconocer al criado fue la distensión”: “Si esta historia hubiera sucedido hoy”, dijo un cuarto, “entonces en todos los diarios diría que Samético quiere más a su criado que a sus hijos.” De lo que no caben dudas es de que todos los periodistas la explicarían en un abrir y cerrar de ojos. Herodoto no la explica ni con una palabra. Su relato es el más seco. Por eso esta historia del antiguo Egipto puede provocar asombro y reflexión aún hoy, después de milenios. Se parece a las semillas que durante miles de años estuvieron herméticamente cerradas en las cámaras de las pirámides y conservaron su fuerza germinadora hasta el día de hoy.
              En Cuadros de un pensamiento, Buenos Aires, Imago Mundi, 1992
*Walter Benjamin fue un filósofo, crítico literario, crítico social, traductor, locutor de radio y ensayista alemán.Nació en Berlín en 1892 y falleció en España en 1940.



Lectores, espectadores e internautas Néstor García Canclini *
ESPECTADOR. Se aplica a quien asiste a un espectáculo público y lo «mira con atención», dice la Enciclopedia Salvat, en su edición de 2003. La palabra precedente, espectáculo, además de referirlo a función o diversión, «celebrada en un local o lugar en el que la gente se congrega para presenciarla», es definida como «Acción que causa extrañeza o escándalo. Se usa especialmente con el verbo dar”
Una etnografía que mire con atención lo que buscan los consumidores y lo que anuncian los diarios en su sección de espectáculos (o sea lo que se ve en televisión y en la vida privada de los artistas) registrará cuanto no sucede en locales donde la gente se congrega. Tampoco se limitan a esas páginas del periódico las acciones que causan extrañeza o escándalo: compiten las secciones de política y economía. Si la observación se aplica a las artes, dar sólo es uno de los verbos empleados al hablar de espectáculos, junto a participar, financiar y «colocar un producto en el mercado».
La propia etnografía, que se distinguió como la mirada más atenta a poblaciones diferentes y lejanas, ahora descalifica a los antropólogos que sólo observan. Auspicia la investigación-participante y la investigación-acción.
Se pensaba que la noción de espectador cambiaba según el objeto o espectáculo, y la distancia que tenía con los actores: de la platea al escenario en el clásico teatro a la italiana, de la tribuna a la cancha en los estadios, del sillón de la casa a la pantalla televisiva. Hoy, aun dentro de un mismo arte, deporte o medio de comunicación, el lugar del espectáculo es inestable. No están fijos los actores en la sociedad, ni las obras que sólo se contemplaban, ni la distancia entre unos y otras.
Se asemeja a lo ocurrido con la noción de espectador, lo que sucede con los lectores. Así como había una distancia correcta para ver los cuadros, un cierto silencio mientras duraba la obra teatral o la película, se enseñaba una lectura pausada, algo así como una contemplación del libro. Se creía saber qué eran un cuadro, una obra y un libro, y existían lugares, posiciones del cuerpo y espacios institucionalizados para mirarlos con atención. El recinto teatral o cinematográfico, el museo o la galería, la biblioteca o el sillón de la casa pretendían ser, cada una, escenas distintas y distantes de la vida real.
Ahora somos espectadores de lo que también ocurre en secciones del diario que no son la de espectáculos. Es habitual que al encender la televisión resulte difícil distinguir si lo que vemos es un telenoticias o un reality show.
Como ser espectador ya no es sólo asistir a espectáculos públicos o verlos en los medios, quedan rezagadas las críticas de Guy Debord y sucesores al capitalismo como «sociedad del espectáculo», porque movilizan imágenes en el consumo mediático para controlar el ocio de los trabajadores y ofrecerles satisfacciones que simularían compensar sus carencias. La televisión, el cine y la publicidad continúan cumpliendo esa tarea, pero limitada debido a la espectacularización generalizada de lo social. Los museos y los centros históricos son redefinidos como lugares de exhibición de su arquitectura o de las operaciones reestilizadoras que los vuelven atractivos, con indiferencia de lo que contienen o representan. Lo que antes se llamaba planificación urbana y se concebía con el fin de atender a las necesidades sociales, incluso de los constructores, fue sustituida por el marketing urbano que destina la ciudad al turismo, a captar inversiones y competir con otras, más que por sus bienes o su cultura, por las imágenes y las marcas. Se nos convoca a ser espectadores de nuestra propia ciudad, y de las otras aun antes de visitarlas o aunque nunca lo hagamos, accediendo virtualmente a sus simulacros en la web.
Debemos revisar las sospechas sobre la propagación de espectáculos como estrategia anestesiadora de los oprimidos. Para repensar la crítica hay que hacerse cargo de que la resistencia también se despliega en actos espectaculares.
Manifestaciones en las calles diseñadas para conseguir aparecer en los medios, protestas dramatizadas, cajeros de bancos y vitrinas de marcas transnacionales destrozados para hacer del espacio público una «pantalla pública» (Deluca y Peeples, 2002).
Así como en la espectacularización mediática insistente hay riesgos de banalización, su adopción repetida como política de resistencia puede volverse efímera e ineficaz. Pero como dice Timothy Gibson, el espectáculo ha llegado para quedarse y «debería formar parte de toda definición progresista de una calidad de vida urbana»
(Gibson, 2005)

 *Es un escritor, profesor, antropólogo y crítico cultural argentino. Desde 1976 reside en la ciudad de México


El velo no es el velo  por Mario Vargas Llosa *
La Generalitat, o gobierno autónomo de Cataluña, ha obligado a un colegio público de Gerona a admitir a Shaima, una niña marroquí de ocho años, que desde hacía una semana faltaba a clases porque las autoridades del plantel le habían prohibido el ingreso mientras llevara el hiyab o velo islámico. El director fundó la prohibición en el que pueda causar discriminación”. Por su parte, la Generalitat considera que “el derecho a la escolarización” debe prevalecer sobre las normas internas de los centros educativos.
A diferencia de lo que ocurre en países como Francia o el Reino Unido, donde hay leyes sobre el uso del velo islámico en las escuelas públicas, en España no existe legislación al respecto y hasta ahora el permiso o la prohibición de llevarlo estaba librado al criterio de los propios centros de enseñanza. Lo ocurrido con la niña marroquí establece un precedente que de prevalecer y extenderse, abriría las puertas de la instrucción pública al llamado multiculturalismo o comunitarismo. A mi juicio, semejante perspectiva es sumamente riesgosa para el futuro de la cultura de la libertad en España.
A primera vista, semejante afirmación parecerá a algunos exagerada o apocalíptica. ¿Qué puede tener de malo que una pobre criatura, acostumbrada por la religión y las costumbres de su familia a tocarse con el hiyab lo siga haciendo en las aulas escolares? ¿No sería una crueldad obligarla a destocarse y lucir los cabellos a sabiendas de que, para sus creencias y usos comunitarios, tal cosa sería tan traumático como para las niñas cristianas exigirles mostrar el busto o las nalgas? De allí a considerar que prohibir el velo islámico a las niñas en los colegios públicos es prejuicio antimusulmán o etnocentrismo colonialista y racista hay sólo un paso cortito.
Sin embargo, no es tan sencillo. El velo islámico no es un simple velo que una niña de ocho años decide libremente ponerse en la cabeza porque le gusta o le es más cómodo tener los cabellos ocultos que expuestos. Es el símbolo de una religión en la que la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra –en todas ellas, incluso las más avanzadas, se discrimina aún a las mujeres–, una tara tradicional de la humanidad de la que la cultura democrática ha conseguido librarnos en gran parte, aunque no del todo, gracias a un largo proceso de luchas políticas, ideológicas e institucionales que fueron cambiando la mentalidad, las costumbres y dictando leyes destinadas a frenarla. Una de esas grandes conquistas es el laicismo, uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia. El Estado laico no está contra la religión. Por el contrario, garantiza el derecho de todos los ciudadanos de creer y practicar su religión sin interferencias, siempre y cuando esas prácticas no infrinjan las leyes que garantizan la libertad, la igualdad y demás derechos humanos que son la razón de ser del Estado de Derecho.
Los colegios públicos de un Estado laico no pueden ser confesionales, porque si lo fueran y privilegiaran a una religión sobre otras, o sobre los no creyentes, ejercerían una discriminación inaceptable en una sociedad de veras libre. En ésta la religión no desaparece, se confina en el ámbito privado, fuera de las escuelas y las instituciones públicas. Los creyentes pueden constituir escuelas privadas de carácter confesional, desde luego, o impartir en las iglesias o en el seno de las familias todas las doctrinas y creencias en las que quieren educar a sus hijos. Pero la religión no puede invadir el dominio público sin que principios básicos de la cultura democrática, sobre todo la igualdad y la libertad de los ciudadanos, se resquebrajen y se establezcan privilegios y jerarquías abusivas.
El velo islámico en las escuelas públicas es una cabecera de playa con la que los enemigos del laicismo, de la igualdad entre el hombre y la mujer, de la libertad religiosa y de los derechos humanos, pretenden alcanzar espacios de extraterritorialidad legal y moral en el seno de las democracias, algo que, si éstas lo admiten, podría conducirlas al suicidio. Porque con el mismo argumento con que se pretende que el hiyab sea admitido en las escuelas se puede exigir, como han hecho y conseguido los islamistas en algunas ciudades de Europa, que haya piscinas municipales separadas para hombres y mujeres pues para las hembras musulmanas resulta impúdico compartirlas con los varones.
Y, si se trata de respetar todas las culturas y las costumbres, ¿por qué la democracia no admitiría también los matrimonios negociados por los padres y, en última instancia, hasta la ablación del clítoris de las niñas que practican tantos millones de creyentes en el África y otros lugares del mundo?
El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables. No es verdad. Hay algunas culturas más evolucionadas y modernas que otras y, aunque es verdad que aun en las culturas más primitivas existen prácticas, usos y creencias que han enriquecido la experiencia humana y enseñanzas que las otras pueden aprovechar, también lo es que en muchas culturas sobreviven prejuicios y conductas bárbaras, discriminatorias y hasta criminales que ninguna democracia puede admitir en su seno sin negarse a sí misma y retroceder en el largo camino de la civilización que lleva andado.
Francia, donde el tema del velo islámico es objeto de viejos e intensos debates, lo ha entendido así y ha dado un buen ejemplo al resto de los países democráticos prohibiendo por ley, desde 2004, “el uso de elementos ostentatorios de carácter religioso en las escuelas e institutos públicos del país”. Al principio, esta medida fue considerada por algunos supuestos “progresistas” reaccionaria y sustentada en un prejuicio contra los inmigrantes de origen musulmán. No lo era. Por el contrario, su razón profunda es dar la oportunidad a todos, extranjeros y nacionales, de cualquier raza, cultura o religión, de trabajar y vivir en Francia en un ambiente de legalidad y libertad que les permita seguir practicando todas sus creencias y costumbres que sean compatibles con las leyes vigentes. Y, desde luego, renunciando a las que no lo sean, como hicieron las iglesias cristianas en el pasado, cuando tuvieron que acomodarse a las sociedades abiertas.
Si se considera que la democracia ha significado un extraordinario avance sobre los regímenes despóticos y absolutistas de antaño, es difícil entender que ella pueda ser sólo válida para los demócratas y que los países democráticos, en nombre de la falacia de la equivalencia absoluta de las culturas, admitan en su seno enclaves antidemocráticos o prácticas reñidas con los principios básicos de la igualdad y la libertad. Quienes defienden el multiculturalismo y el comunitarismo tienen una idea estática y esencialista de las culturas que la historia desmiente. Ellas también evolucionan, de acuerdo con el avance de la ciencia y con los intercambios de ideas y conocimientos, que son cada vez más frecuentes en el mundo moderno y que, poco a poco, van transformando convicciones, prácticas, creencias, supersticiones, valores y prejuicios.
Un musulmán moderno de, digamos, el Líbano o El Cairo tiene muy poco que ver con los musulmanes fundamentalistas de Darfur, que arrasan aldeas y queman a familias enteras por ser paganas, y ponerlos dentro de la misma etiqueta cultural es tan absurdo como considerar idénticos, por ser cristianos, a los católicos generalmente tolerantes y democráticos de las sociedades abiertas de nuestros días con los inquisidores o los cruzados medievales que torturaban y asesinaban en nombre de la cruz.
Si los países democráticos quieren ayudar de algún modo a que la religión musulmana experimente el mismo proceso de secularización que ha permitido a la Iglesia Católica adaptarse a la cultura democrática, lo peor que podrían hacer es renunciar a logros tan importantes como el laicismo y la igualdad para no parecer etnocentristas y prejuiciosos. No hay etnocentrismo alguno, sino universalismo y pluralismo estrictos, en no hacer concesiones en la defensa de los derechos humanos y de la libertad.
El sistema francés me parece más claro y más eficaz que el adoptado por el Reino Unido, donde el Estado ha transferido a los colegios e institutos de enseñanza la decisión de autorizar o prohibir el uso del velo islámico en las aulas. Pero esta potestad sólo vale en lo que concierne a los estudiantes. En cambio, a las maestras les está prohibido dar clases veladas, según una decisión del Poder Judicial del año pasado, luego de que una profesora se presentara en el aula británica embutida en un niqab, especie de carpa vestuario que cubre el cuerpo femenino de pies a cabeza. ¿No es absurdo que se prohíba a las maestras lo que se permite a las alumnas, o viceversa? 90
En las fotos de la prensa de esta mañana, Shaima, la niña marroquí de ocho años, sonríe feliz con sus grandes ojos porque podrá ir al colegio portando el velo que, según le enseñó su abuelita, deben llevar siempre las buenas creyentes. ¿Seguirá siendo tan feliz ahora convertida en la excepción a la regla en su colegio? Yo creo que las buenas almas de la Generalitat catalana la han condenado a la infelicidad.
                                          Publicado en La Nación, 13 de octubre de 2007

 *Escritor peruano contemporáneo.

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