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La noche triste de Tinelli - Diario Perfil
17/05/2015
Por Beatriz Sarlo | Los tres presidenciables invitados dieron
cierta pena en el principal show televisivo del país. El pobre rol asignado a
sus mujeres.
El programa de Tinelli es producto de dos factores
combinados: por un lado, la estética y la ideología de la televisión más mercado céntrica de la Argentina (el
rating es nuestro dios y nuestro rey); por el otro, tres candidatos a
presidente que decidieron ser parte de las mercancías ofertadas en esa
vidriera.
El negocio de Tinelli
es clarísimo.Tiene un guiño del
kirchnerismo para comenzar su programa con una parodia de las
cadenas nacionales de Cristina. Tal permiso sobreentendido lo pagó con sus
declaraciones a PERFIL de que ella es una gran mujer y una muy buena
presidenta, palabras que, a su vez, retribuyen lo acordado con el Hijo Máximo
sobre la AFA y otras candentes cuestiones del deporte para todos y todas.
Tinelli es tan importante como para sentarse en la mesa del poder. Será un Cristóbal López de los
años que vienen; un adivino de los meganegocios quizá prevea que el conflicto
con el canal de la “corpo” pueda entrar en período de negociación. Cristina
aprendió que “Alica alicate” le dio el triunfo a De Narváez en 2009.
Pero la cuestión no es
el chancho sino quien le da de comer. Es decir, quienes se convierten en
alimento de la insomne máquina tinelliana. Scioli, Macri y Massa aceptaron
inaugurar el “Bailando 2015”. Ellos creyeron, probablemente con la cínica verdad de los
hechos inevitables, que abrazarse
con Tinelli y obtener treinta puntos de rating era una oportunidad que no debía
perderse. Sobre todo, no podían permitir que estuviera allí alguno de
sus competidores mientras uno u otro se quedaba en su casa como un marmota.
Significaba dar demasiada ventaja a quienes barrieran el piso del estudio
con la gracia de sus esposas.
La alternativa era que
se pactara que ninguno iría a lo de Tinelli. Pero ese pacto era peligroso,
porque a último momento alguno de los firmantes podía traicionar y aparecer en
el programa. Era peligroso también porque abría la posibilidad de una venganza
del conductor (sea la que fuera). Por otra parte, ni Scioli, ni Macri ni Massa
son peces nuevos en el estanque de la telepolítica, es decir que no cambiaron
de atmósfera.
Fieles a sí mismos. Los candidatos tuvieron intervenciones diferentes.
Scioli fue idéntico a sí mismo. Macri entonó un himno a la felicidad, dando una
prueba más de que es flojo de oratoria y repetitivo cuando quiere interpelar la
imaginación. Massa, quizás ansioso por cómo le está yendo en el FR, fue quien
más forzó el espectáculo hacia el lado político.
Lo más triste que
ofrecieron los candidatos fueron sus propias mujeres, que estaban en el lugar tradicional
y reaccionario: simpáticas sonrisas iluminando la banalidad. Respondieron como
si estuvieran tomando un trago con sus amigas y así nos enteramos de que Macri
sigue diciéndole a Awada “negrita hechicera”, como lo tuiteó hasta el cansancio
cuando se casaron; que ni Scioli ni Massa son muy románticos, e informaron
sobre la cota de fogosidad entre las virtudes matrimoniales de cada uno. Quien más perdió fue Malena Galmarini, la
mujer de Massa, que gusten o no sus posiciones, puede hablar de política
y no sólo hacer revelaciones dignas de un programa de la tarde. La que más
conservó su estilo fue Karina Rabolini, porque habló y “confesó” menos. En fin,
sus maridos las colgaron de la ganchera de la carnicería.
Que los candidatos
hayan bailado y se hayan zarandeado no es sino un capítulo más del apogeo de la
danza al que también contribuye la Presidenta. También habrían estado cómodos
en los vetustos programas de Roberto Galán. Todo sea por el poder y la gloria.
No es esperable un debate profundo entre estos tres sujetos de la
política. Ya los hemos
escuchado: prefieren el monólogo a la polémica. Ni Scioli ni Macri son oradores
normalmente dotados; por reiteración mediática, nos hemos acostumbrado a sus
respectivas albóndigas de lugares comunes. Y Massa compite mal con quienes le
van a tirar a la cara los “logros” de sus gestiones o su pasado kirchnerista.
Los tres eligieron
mostrarse por separado, como ya es un formato que el periodismo político volvió
costumbre: nadie dialoga con nadie, cada uno emite su monólogo en solitario,
como si fueran prisioneros en la torre de sus respectivas campañas o en la mesa
que ocupan dentro de la escenografía de un canal de noticias. Van a tener que
trabajar a destajo los productores de televisión que desean un debate
presidencial. Los políticos argentinos hablan mucho de diálogo, pero sentarse a
compartir el plano les parece cosa del diablo. Por otra parte, como observó Margarita Stolbizer, la concentración en esas tres
figuras inclina la mesa hacia el lado de los grandes jugadores.
La noche del lunes fue triste, y me atrevería a decir que no tiene mucha competencia por
el podio de la degradación política.
Superclásico - QEPD -
El fútbol argentino ya estaba
muerto. El jueves en la Bombonera apenas le pusieron la lápida.
Escribe Andrés
Eliceche – Perfil 16/05/2015
Estaba muerto desde que los dirigentes de los clubes (ponga aquí el
lector el nombre que quiera: Boca, River, Almirante Brown, da igual) se aliaron
con los delincuentes. Les pareció fenómeno valerse de ellos para ganar
elecciones primero, vigilar en la tribuna a los que cantaban en contra después,
cederles entradas para reventa más tarde y hasta darles licencia para matar, si
era necesario. Y abandonar a los socios, resignados a pagar caro (los que
podían) un espectáculo que no les daba siquiera un baño decente para hacer pis.
Estaba muerto desde que Julio Grondona empezó a aplicar una sola ley
para todo lo que pasaba: la del todo pasa. Y entonces, su táctica de prestar
dinero y que los clubes le deban fue su plan perfecto hacia la perpetuidad. Y
nos enfermamos de grondonitis: el que sacaba los pies del plato iba al rincón.
Nadie se oponía. Y Grondona se rio siempre de los reglamentos, dejó que la
violencia reinara en los estadios y evitó los castigos deportivos a los que
hacían las cosas mal. Permitió que se desbarrancara absolutamente todo: más de
doscientas cadáveres se amontonaron en las canchas en los 35 años que presidió
la AFA.
Estaba muerto desde que el Estado se hizo cómplice de lo peor. Y las
leyes creadas ad hoc no se aplicaron, y la policía creyó que maltratar al
espectador era genial, y los gobernantes aparecieron puntuales después de cada
desastre para anunciar que todo iba a cambiar, aunque ni ellos mismos se
creyeran la mentira. Y permitieron el desarrollo meteórico de una nueva
profesión, un reaseguro para hacerse millonarios unos y otros: la de los
barrabravas. ¿De qué trabaja, señor? Yo soy comerciante. ¿Y usted, que anda en
auto importado? Barrabrava.
Estaba muerto desde que los hinchas supuestamente civilizados se
tomaron a pecho eso de que a la cancha iban “a sacarse la bronca de la semana”.
Y los cantos se orientaron hacia lo lindo que sería matar al otro, y qué bueno
que el alambrado esté cerca así me arrimo y escupo al rival, y festejo más la
entrada de los barras a la tribuna que la de mi equipo a la cancha, y puteo sin
parar de principio a fin, y qué tontos los que no hacen lo mismo. La estupidez
se contagia más rápido que la inteligencia.
Estaba muerto desde que la hombría bien entendida dejó de ser un valor
entre los futbolistas. Hace medio siglo, y menos también, estaba mal visto el
jugador que no se paraba rápido después de un foul. Hoy esa ecuación se
invirtió. Y el vigilantismo cunde: todos corren hacia el árbitro a pedir
tarjeta, penal, córner, off-side, lo que sea. Y la solidaridad entre ellos se
fue al descenso; las patéticas actitudes de Orion y compañía en el clásico son
apenas un ejemplo. El último, pero ni siquiera el más importante. Probablemente
hubiese pasado lo mismo al revés.
Estaba muerto desde que los periodistas no supimos, no quisimos, o las
dos cosas juntas, entender nuestro deber. Permitimos que nos estigmatizaran
como “periodistas deportivos” porque nos costó sacarnos los botines y analizar
los fenómenos que atravesaban la materia desde una mirada integral. Como esos
malos comentaristas de partidos, nos perdimos detrás de la pelota. Veíamos solo
la anécdota del gol, nos creímos que estaba bien discutir a los gritos si tenía
que jugar tal o cual. No cuestionamos, no interpelamos, no preguntamos. No
ayudamos en nada a bajar la histeria que se apoderó enteramente de eso que
decimos amar tanto.
El jueves en la Bombonera apenas le pusieron la lápida. Pero el fútbol
argentino ya estaba muerto.
(*) Sub Editor de Deportes – Diario PERFIL
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario PERFIL
No hace mucho me
entretenía imaginándome a aquellos progenitores nuestros que hablaban de sus
esclavos adiestrados en trazar caracteres cuneiformes como si fueran modernos
computers. Me entretenía pero no bromeaba. Cuando hoy leemos artículos
preocupados por el porvenir de la inteligencia humana frente a nuevas máquinas
que se aprestan a sustituir nuestra memoria, advertimos un aire de familia. […]
La misma reacción de
terror debe de haber sentido quien vio por primera vez una rueda. Habrá pensado
que nos olvidaríamos de caminar. Acaso los hombres de aquel tiempo estaban más
dotados que nosotros para realizar maratones en los desiertos y en las estepas,
pero morían antes y hoy serían dados de baja en el primer distrito militar. Con
esto no quiero decir que, por esa razón, no nos debamos preocupar de nada y que
tendremos una bella y sana humanidad habituada a merendar sobre la hierba de
Chernobyl; si acaso, la escritura nos ha hecho más hábiles para comprender
cuándo debemos detenernos, y quien no sabe detenerse es analfabeto, aunque vaya
en cuatro ruedas. […]
¿Qué hemos ganado?
¿Qué ha ganado el hombre con la invención de la escritura, la imprenta, las
memorias electrónicas?
En una ocasión,
Valentino Bompiani hizo circular una frase: “Un hombre que lee vale por dos”.
Dicha por un editor, podría ser entendida solamente como un eslogan feliz, pero
pienso que significa que la escritura (en general, el lenguaje) prolonga la
vida. Desde los tiempos en que la especie comenzaba a emitir sus primeros
sonidos significativos, las familias y las tribus necesitaron de los viejos.
Quizá primero no
servían y eran desechados cuando ya no eran eficaces para la caza. Pero con el
lenguaje, los viejos se han convertido en la memoria de la especie: se sentaban
en la caverna, alrededor del fuego y contaban lo que había sucedido (o se decía
que había sucedido, ésta es la función de los mitos) antes de que los jóvenes
hubieran nacido. Antes de que se comenzara a cultivar esta memoria social, el
hombre nacía sin experiencia, no tenia tiempo para forjársela y moría. Después
un joven de veinte años era como si hubiese vivido cinco mil. Los hechos
ocurridos antes de que él naciera, y lo que habían aprendido los ancianos,
pasaban a formar parte de su memoria.
Hoy los libros son
nuestros viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto del
analfabeto (o del que, alfabeto, no lee) consiste en que él está viviendo y
vivirá sólo su vida y nosotros hemos vivido muchísimas. […]
Esto podría dar a
alguien la impresión de que, no bien nacemos, ya somos insoportablemente
ancianos. Pero es más decrépito el analfabeto (de origen o de retorno) que
padece de arteriosclerosis desde niño, y no recuerda (porque no sabe) qué
ocurrió en los idus de marzo (*)Naturalmente, también podríamos recordar
mentiras, pero leer ayuda también a discriminar. No conociendo las culpas de
los demás, el analfabeto ni siquiera conoce los propios derechos.
El libro es un seguro
de vida, una pequeña anticipación de inmortalidad. Hacia atrás (¡ay!) más que
hacia adelante. Pero no se puede tener todo y al instante.
Humberto Eco. La
Nación, 1997 (fragmento)
(*) Idus: En el
antiguo calendario romano, día que corresponde al 13 de nuestro calendario,
excepto en los meses de marzo, mayo, julio y octubre, en que corresponde al 15.
Julio César, el emperador romano, fue asesinado en los idus de marzo.
Enfermos Por Javier Calvo – Edición impresa de Perfil 18/05/2015
Ahora haremos como que nos ponemos serios. Que nos
indignamos. Que nos da vergüenza. Que nos escandalizamos. Que pedimos perdón.
Que nos hacemos responsables. Con honestidad o con impostura, esa reacción
apenas funcionará como una excusa políticamente correcta para que nada cambie.
Y expiar así lo enfermos que estamos.
Acá no hay grieta que valga. La trampa y el salvajismo
nos atraviesan horizontal y verticalmente, más allá de ideologías, de intereses
políticos y económicos, de diferencias sociales y educativas, de colores
futbolísticos.
Lo que ocurrió en Boca es una metáfora argentina.
Delincuentes con licencia para moverse con impunidad, llamados barrabravas.
Dirigentes venales que los prohijan y los usan. Hinchas violentos y
descontrolados. Fuerzas de seguridad ineficientes, complacientes o sospechadas.
Funcionarios irresponsables. Jugadores poco solidarios. Periodistas
interesados.
Ninguno viene/venimos de Marte. Son/somos expresión de
una sociedad cada vez más hipócrita, desvergonzada, tramposa, enferma. Y los
males sociales endémicos no tienen antídotos milagrosos. Lo que es peor aún y
más frustrante: no tienen cura y sólo pueden agravarse.
¿Y cuál es tu ética?
A menudo nos
quejamos de cómo vivimos. La velocidad, la falta de tiempo, la ansiedad, las
presiones, la urgencia, en fin, la lista de motivos es larga e incluso puede
ser personalizada. Podríamos detener la noria de la queja con una pregunta:
¿cómo deberíamos vivir? Aunque no lo parezca, tras la pregunta asoma la moral.
Porque la moral trata de eso, de cómo deberíamos vivir. Claro que va más allá
de las simples costumbres cotidianas y de los hábitos, aunque los incluye a
ambos. Alude a valores. Y los valores no son sino reglas que hemos aceptado,
tácitamente y a través de la educación formal y familiar, para convivir. Sin
ellos acaso la humanidad hubiera tenido una historia muy corta. Si nos matamos
por cualquier cosa, la vida no vale nada, entonces convertimos la vida en valor
a respetar. Si todos mentimos, no hay verdad que resista, de manera que la
convertimos en un valor a honrar. Si todos robamos, nadie tendrá nada, así que
hacemos de la honestidad un valor. Y así con la larga lista de valores en la
que coincidimos.
Decía
Glauco, personaje de la República,
uno de los extraordinarios diálogos con los que Platón contribuyó a cimentar el
pensamiento occidental, que, en definitiva, actuamos moralmente porque nos
conviene y no porque la moralidad venga en nosotros. Esto es un tema de vasta y
larga discusión en la que participan y han participado otros grandes, como
Immanuel Kant, quien veía en la moral casi una consecuencia obligatoria de la
razón. Si somos humanos y aplicamos la razón, atributo que nos eleva por sobre
otras especies, deberíamos actuar moral y libremente. No hay árbitro afuera de
nosotros, decía. Cada quien debe actuar como quisiera que todos lo hagan y sólo
robar, matar o mentir si está dispuesto a que eso se convierta en ley
universal. No es una cuestión de sentimientos, sino de razón, afirmaba el
filósofo alemán. Y nadie puede decir que no entiende esto. Quien sigue los
dictados de la razón y actúa de un modo moral no debe esperar recompensa,
añadía el autor de Crítica de
la razón práctica, porque el premio de una acción moral está en la misma acción.
En esa línea toda persona debe ser tratada como un fin en sí mismo y no como un
medio. En síntesis, elegimos ser morales.
Hasta
aquí la moral. ¿Y la ética? ¿Son sinónimos? Hay quienes dicen que sí y quienes
las diferencian. Así como la moral dice qué debemos hacer, la ética vendría a
dar cuenta de qué elegimos hacer. Y está bastante claro a la luz de nuestras
experiencias cotidianas que no siempre y no todos hacen lo que se debe, sino lo
que conviene. Es decir que las prioridades personales en materia de conducta
con frecuencia suelen dejar de lado la moral. Por esta razón no alcanza con
invocar una ética para certificar que un acto, una conducta o una actitud son
morales. De hecho hay éticas diferentes. Los delincuentes tienen la propia (en
ella robar está bien visto), los futbolistas la suya (un codazo en el ojo a un
adversario o la simulación de una falta dan patente de vivo), igual en la
política (donde hay quienes dicen que sin platita no se puede militar), etcétera. Esto por
nombrar sólo algunas de las muchas éticas (se les suele llamar códigos) en las que se elige al
margen de lo que se debe. Luego, por supuesto, podrían enumerarse otras
visiones éticas que se guían por los valores morales que, como tales, van más
allá de los tiempos y las geografías.
Si se
observa con atención, se verá que muchas veces las quejas acerca de los ritmos
y los modos de la vida que
llevamos tienen relación con
las grietas que se abren entre ética y moral. Y que nadie puede contribuir a
cerrar si no es cada uno con sus actos, sus elecciones, sus decisiones y sus
conductas. La puerta de la moral se abre desde adentro.
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