Alumnos: aquí dejo los enlaces para los cuentos que faltan...Se trata de realistas...Vayan leyendo....
https://drive.google.com/file/d/1eSk1TeyDzUUbG3oRfRr4G1Ko2Q9MPWDG/view?usp=sharing
"La fiesta ajena" de Liliana Heker
https://drive.google.com/file/d/1GZ6hCQjDqIdGiCw-iBrvqpCV_P0bnyjX/view?usp=sharing
"Hernán" de Abelardo Castillo
https://drive.google.com/file/d/1G5QPVLnBjy-zAB_ao31kDuj4MLzWDTtZ/view?usp=sharing
"Temores injustificados" de Fernando Sorrentino.
martes, 26 de junio de 2018
viernes, 15 de junio de 2018
Practico Recuperatorio de Cuentos Policiales
La pieza ausente de Pablo de Santis
Comencé
a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta
ciudad ‑dicen‑ más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y
obsesión.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz baja ‑Lainez‑ como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: “Veneno” dijo entre dientes.
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. «Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La Piedad.
‑Sabemos que Fabbri tenía enemigos ‑dijo Lainez-. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
‑Troyes ‑dije‑. Lo recuerdo bien.
‑También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? ‑Dije que no.
‑ ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Sólo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.
‑Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz baja ‑Lainez‑ como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: “Veneno” dijo entre dientes.
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. «Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La Piedad.
‑Sabemos que Fabbri tenía enemigos ‑dijo Lainez-. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
‑Troyes ‑dije‑. Lo recuerdo bien.
‑También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? ‑Dije que no.
‑ ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Sólo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.
‑Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
La
pesca de Velmiro Ayala Gauna.
Al viudo don Pedro Almirón le conocían en Tapibara-Cué dos debilidades: la pesca y su avaricia. Antes había tenido una tercera: la hija, pero un viajante, deslumbrado por sus encantos, y quizá por la fama de rico que gozaba el viejo, se la llevó.
Al tiempo
volvieron, ya santificada su unión por el matrimonio, en busca del perdón
paterno y de ayuda económica para instalar un hogar. El padre le concedió lo
primero a regañadientes, y le dio lo segundo con cuentagotas.
—Pa vivir tienen mi casa. . . —les dijo— y pa comer mi mesa; ¡total! ande han comido dos, pueden comer tres. . .
—Pa vivir tienen mi casa. . . —les dijo— y pa comer mi mesa; ¡total! ande han comido dos, pueden comer tres. . .
Sin embargo,
no añadió a la olla familiar ni una pizca más de sal de lo acostumbrado, ni sacrificó
una sola de las aves de corral a la gula del yerno, conformándose con brindarle
su habitual potaje de porotos, charqui y, de vez en vez, los productos de la
selva y del río desde que si era un diestro cazador no era menos hábil
pescador. Al poco tiempo
de estar con la pareja un día le dijo al hombre: —Ahí tenés l’arado y el tobiano. Desde mañana podes empesar a preparar la tierra pa'l maíz. . .
de estar con la pareja un día le dijo al hombre: —Ahí tenés l’arado y el tobiano. Desde mañana podes empesar a preparar la tierra pa'l maíz. . .
El viajante que
ya se aburría en ese ambiente pueblerino y padecía por la falta de dinero, ante
la perspectiva de arruinar sus manos en las rudas tareas campesinas, lió sus
petates y, decepcionado, regresó con la mujer a la ciudad. Eso había pasado
hacía ya unos cuatro años, pero, de cuando en cuando, solía aparecer en el
pueblo, ya solo, ya con la esposa y después de días de renegar con el viejo se
alejaban llevando unos pesos arrancados a su afán avaricioso.
La soledad parecía haber vuelto al anciano más
duro y codicioso. No solamente no se le conocía vicios, sino que se limitaba a
vivir de lo que la tierra, el monte o el Paraná le ofrecían. Sin embargo, en
sus campos engordaba la hacienda que él vendía, de tiempo en tiempo a buenos
precios, ignorándose el destino del dinero.
—Pa mí
—decía el cabo Leiva mientras le cebaba mates al comisario— que debe tener
enterrada una botija enllena 'e monedas. . . —No, m'hijo —le contestó don
Frutos—, plata que cái en sus manos la entrega a su tocayo, don Pedro, el
bolichero, pa que la ponga n'el banco...
—Pa qué quedrá tenerla si no la va a gastar
—reflexionó el cabo—. Yo si la teniera lo primero me compraba una acordiona,
dispué el moro 'e don Zenón y póngale farras y carreras hasta que se acabara.
—Hay mucha gente así —terció el oficial Arzásola— a quienes les gusta juntar
cosas solo por el placer de tenerlas. . . Es casi como una enfermedad que los
lleva a coleccionar los objetos que son de su agrado.
—Yo pa coleusionar mi ufisial, coleusionaba
mujeres —interrumpió el subalterno con una estrepitosa carcajada. —Seguí,
m'hijo —intervino don Frutos—, y vos Leiva ceba mejor ese mate qu'está más
lavao que cara 'e gato. —Es así, comisario. . . —continuó el oficial— hay
coleccionistas de las cosas más extrañas. Unos juntan cuadros, otras cajas de
fósforos, algunos botones, hay muchos que se arruinan por juntar estampillas y
a otros les da por juntar dinero para que sus herederos después lo gasten. . .
—Lo mesmo le va a pasar a don Pedro —dijo el
comisario— tanto privarse '1 viejo pa que al final tuito se lo farreen el yerno
qu’es una liendre y la pavota 'e la hija.
—¿Ansina que
hay muchos que juntan estampillas, ufisial? —preguntó pensativo el cabo Leiva.
—Sí, cabo, hay quienes tienen miles y miles. . . — ¡Gente loca! —exclamó el
aludido—. La de cartas que haberán de tener qu' escrebir los hijos pa gastarse
tuita esa herencia y cómo se les va a secar la lengua 'e tanto pegarlas en lo
sobre. .
— ¡Uf! —dijo Arzásola con fastidio y renunció a darle ninguna otra explicación. La presencia de Rodolfo Ardevaca, el marido de Lindora, la hija de don Pedro, no pasó inadvertida para nadie en el poblado. Era un tipo taimado, que hablaba con voz engolada y tenía opiniones terminantes sobre todos los asuntos. A cada momento destacaba que era "un hombre derecho" y que "era capaz de morir por sus ideas”. Los contertulios del boliche lo llamaban, a sus espaldas, El fantasmón, y fingían creer la sarta de mentiras que continuamente deslizaba en su conversación. —Pa mí que debe ser más falluto que picana 'e sauce, apenitas uno la clava se ruempe –decía Leiva.
— ¡Uf! —dijo Arzásola con fastidio y renunció a darle ninguna otra explicación. La presencia de Rodolfo Ardevaca, el marido de Lindora, la hija de don Pedro, no pasó inadvertida para nadie en el poblado. Era un tipo taimado, que hablaba con voz engolada y tenía opiniones terminantes sobre todos los asuntos. A cada momento destacaba que era "un hombre derecho" y que "era capaz de morir por sus ideas”. Los contertulios del boliche lo llamaban, a sus espaldas, El fantasmón, y fingían creer la sarta de mentiras que continuamente deslizaba en su conversación. —Pa mí que debe ser más falluto que picana 'e sauce, apenitas uno la clava se ruempe –decía Leiva.
—Es de esa
clase de personas que ocultan tras la cortina de su charla insubstancial la
profundidad de su vaciedad mental —aseguró Arzásola. —Será como decís, m'hijo
—aceptó el comisario—, pero por aquí nojotros decimos que son como la caña
tacuara güeca por dentro y que se quiebra 'e nada. —Parece qu'esta ves no vino
a sacarle plata '1 viejo —intervino el cabo. —Ande ha d'ir el güey que no are
... . —prorrumpió sentencioso don Frutos.
—Pero ¡cómo no! pa casar siempre tiene munsión patera y de laj otras —interrumpió el cabo Leiva. —Pero no, comesario, si nú hace más que comprarle chiches pa llevarle. Dise que aura tiene ungüen empleo y que sólo vino a hacerle una visita. . .
—Pero ¡cómo no! pa casar siempre tiene munsión patera y de laj otras —interrumpió el cabo Leiva. —Pero no, comesario, si nú hace más que comprarle chiches pa llevarle. Dise que aura tiene ungüen empleo y que sólo vino a hacerle una visita. . .
- ¡Aja!
—Parece que usted desconfía, don Frutos. ¿Tiene por azar alguna premonición?
—interrogó el oficial. —No, cabo, no... —explicó el oficial— dije premonición y
no munición. . .
—¿Eso pa qué
es? —La intuición de lo que va a ocurrir, un palpito. . .
— ¡Ah! sí. .
. sí ... vos queras decir la corazonada que decimos loj criollos —aclaró don
Frutos. —Exactamente…
Eso se llama científicamente premonición. . . —Pa decir verdá y no quiero ser mal pensao, la venida d'ese mozo no me gusta nada. Eso es todo... —En cambio yo sí que tengo una premunición fulera —volvió a intervenir Leiva mientras le ofrecía un mate a su superior. —¿Guala, m'hijo? Desembucha…
Eso se llama científicamente premonición. . . —Pa decir verdá y no quiero ser mal pensao, la venida d'ese mozo no me gusta nada. Eso es todo... —En cambio yo sí que tengo una premunición fulera —volvió a intervenir Leiva mientras le ofrecía un mate a su superior. —¿Guala, m'hijo? Desembucha…
—Tengo la permunisión
de que va a llover porque me están doliendo los callos 'e los pieses…
— ¡Señor! ... . ¡Señor! … —suspiró Arzásola y salió al patio a mirar
las estrellas, pero sólo vio en la negrura del firmamento el marchito y
amarillo rostro de la luna. Pasaron tres o cuatro días sin que suceso alguno empañara
el cristal rutinario de la vida pueblerina, cuando, una madrugada en que
bostezaban los hombres adormilados en las sillas, y el mate inactivo también abría
su negra boca junto al fogón, entró casi corriendo el forastero.
—
¡Comisario! . . . ¡Comisario! . . .—exclamó.
—Aquí estoy,
señor, no grite —le dijo don Frutos pachorrientamente. Arzásola y Leiva se incorporaron de los asientos donde
dormitaban y se acercaron inquisitivos.
—¿Qué ocurre?
— ¡Un
accidente!... ¡Un terrible accidente! ...
—¿Dónde?
—En la
orilla del río, señor. Fuimos a pescar con mi suegro y él subió a una piedra
para arrojar la línea y perdió
pie. . . Sufrió un vahído o. . . ¡qué sé yo! ... la cuestión es que cayó al agua y no volvió a aparecer. . .
pie. . . Sufrió un vahído o. . . ¡qué sé yo! ... la cuestión es que cayó al agua y no volvió a aparecer. . .
—Pero si don
Pedro era de áhi pa nadar. . .—exclamó el cabo— y enseguida hubiera salido. ..
—Vamo p'allá —ordenó don Frutos—, a lo mejor se pegó una zambullida pa embromarlo y lo encontramos por allí. Rápidamente fueron al lugar indicado, que se encontraba en las cercanías, al pie de las altas barrancas. Ya las primeras luces de la aurora despintaban de sombras la fachada del día y a su lechosa claridad se podían distinguir los accidentes del terreno. El río corría rumoroso y pequeñas olas venían a romperse contra la estrecha playa terrosa flanqueada por
los altos murallones de la escarpada orilla cubierta por la espesa vegetación tropical. De trecho en trecho, enormes piedras como monstruos antediluvianos asomaban en las aguas sus moles oscuras y brillantes. Sobre una de ellas, de unos cuatro metros de altura, encontraron la línea del desaparecido pescador.
Todavía un pedazo de carne estaba clavado en el poderoso anzuelo, mientras otros pedacitos estaban en un tarrito caído en el suelo.
—Vamo p'allá —ordenó don Frutos—, a lo mejor se pegó una zambullida pa embromarlo y lo encontramos por allí. Rápidamente fueron al lugar indicado, que se encontraba en las cercanías, al pie de las altas barrancas. Ya las primeras luces de la aurora despintaban de sombras la fachada del día y a su lechosa claridad se podían distinguir los accidentes del terreno. El río corría rumoroso y pequeñas olas venían a romperse contra la estrecha playa terrosa flanqueada por
los altos murallones de la escarpada orilla cubierta por la espesa vegetación tropical. De trecho en trecho, enormes piedras como monstruos antediluvianos asomaban en las aguas sus moles oscuras y brillantes. Sobre una de ellas, de unos cuatro metros de altura, encontraron la línea del desaparecido pescador.
Todavía un pedazo de carne estaba clavado en el poderoso anzuelo, mientras otros pedacitos estaban en un tarrito caído en el suelo.
—Mira,
Rodolfo, me
dijo —explicó el hombre a sus acompañantes— voy a sacar un lindo sábalo para que lo comamos en el almuerzo. Cebó el anzuelo, subió a la piedra y, cuando estuvo arriba, cayó. . . ¡y no volvió a aparecer! . . . Aquí todavía están sus cosas. . . —¿Y usté no iba a pescar, don? —preguntó don Frutos.
dijo —explicó el hombre a sus acompañantes— voy a sacar un lindo sábalo para que lo comamos en el almuerzo. Cebó el anzuelo, subió a la piedra y, cuando estuvo arriba, cayó. . . ¡y no volvió a aparecer! . . . Aquí todavía están sus cosas. . . —¿Y usté no iba a pescar, don? —preguntó don Frutos.
—No, yo no
sirvo ni para sacar mojarras. . .
—¿Pero si acuerda 'e tuito lo que le dijo su
suegro?
—Palabra por
palabra. Anoche le comenté que me gustaría comer un sábalo asado porque lo habían
ponderado muchísimo en el negocio de don Pedro y el pobre, por hacerme el
gusto, me invitó a que lo acompañara a pescar esta mañana....
—¿Y qué más
le dijo? —"Vamos a ir a un lugar de la costa que yo conozco. Estos días
andan picando mucho y me parece que voy a sacar dos o tres. . ."
—¿Y entonces vinieron acá a sacar doraos? —le dijo. —No, comisario, dorados no, sábalos. . . Todavía cuando ponía la carne en el anzuelo, agregó:"Vas a ver mi hijo que con esto me saco uno de dos o tres kilos. . ."- ¡Aja! Poco a poco el sol ascendía por el horizonte y ya su luz bañaba de oro los seres y las cosas. En medio del río se veían algunas canoas de pescadores. Don Frutos sacó el silbato y lo hizo sonar en el silencio matinal. Luego agitó sus brazos
en un llamado y los hombres de las embarcaciones enfilaron hacia el lugar. Apenas hubo atracado uno de ellos, preguntó: —¿Qué pa sucede, don Frutos?
—¿Y entonces vinieron acá a sacar doraos? —le dijo. —No, comisario, dorados no, sábalos. . . Todavía cuando ponía la carne en el anzuelo, agregó:"Vas a ver mi hijo que con esto me saco uno de dos o tres kilos. . ."- ¡Aja! Poco a poco el sol ascendía por el horizonte y ya su luz bañaba de oro los seres y las cosas. En medio del río se veían algunas canoas de pescadores. Don Frutos sacó el silbato y lo hizo sonar en el silencio matinal. Luego agitó sus brazos
en un llamado y los hombres de las embarcaciones enfilaron hacia el lugar. Apenas hubo atracado uno de ellos, preguntó: —¿Qué pa sucede, don Frutos?
—¿Tene pateja?
—Tengo.
—Güeno, m'hijo, vamoj a rastrear por esta parte pa ver si encontramos el
cadáver 'e don Pedro... —¿Don Pedro Almirón, el viudo pa?
—El mesmo. Se persignó el pescador e inquirió:
—¿Cómo pa jue que vino a ahugarse?
—Se cayó 'e
esa piegra y no se le vio más. . . —Se haberá golpeao contra algo que lo azonzó....
—Dejuro
—asintió el comisario. Los otros hombres, enterados del suceso, también
prestaron su colaboración y los policías se instalaron en las canoas para
dirigir la búsqueda.
Se distribuyeron por la zona y metódicamente tiraban al agua la pateja con sus potentes garfios que arrastraban por el fondo y retiraban con pedazos de ramas, latas viejas y otros objetos. Después de una media hora consiguieron enganchar el cuerpo y a costa de grandes esfuerzos lo alzaron al bote. Inmediatamente se dirigieron a la cercana orilla y allí lo extendieron sobre la playa. Don Frutos, separó de un brazo al yerno que se había arrojado sobre los restos y
lloraba agrandes gritos y le dijo:
Se distribuyeron por la zona y metódicamente tiraban al agua la pateja con sus potentes garfios que arrastraban por el fondo y retiraban con pedazos de ramas, latas viejas y otros objetos. Después de una media hora consiguieron enganchar el cuerpo y a costa de grandes esfuerzos lo alzaron al bote. Inmediatamente se dirigieron a la cercana orilla y allí lo extendieron sobre la playa. Don Frutos, separó de un brazo al yerno que se había arrojado sobre los restos y
lloraba agrandes gritos y le dijo:
—Déjeme verlo....
El viejo
Almirón, vestido con sus ropas habituales estaba lejos de haber adquirido
majestad con la muerte.
Tenía el abdomen levemente hinchado, los ralos cabellos pegados al rostro y una gran palidez. El comisario, ayudado por el cabo, puso de espaldas al difunto y en la parte posterior del cráneo vio las señales de un fuerte golpe. —Pegó con la cabeza en alguna piegra y se haberá dismayao, por eso no salió —explicó Leiva. Pero don Frutos, incorporándose con gesto fiero, exclamó:
Tenía el abdomen levemente hinchado, los ralos cabellos pegados al rostro y una gran palidez. El comisario, ayudado por el cabo, puso de espaldas al difunto y en la parte posterior del cráneo vio las señales de un fuerte golpe. —Pegó con la cabeza en alguna piegra y se haberá dismayao, por eso no salió —explicó Leiva. Pero don Frutos, incorporándose con gesto fiero, exclamó:
— ¡Cabo! . .
. Póngale las esposas a ese hombre. . . Es un creminal… Ardevaca protestó en
todos los tonos y amenazó con tremendos castigos, pero el cabo le colocó las
manillas y agregó:
—Y no te quedrás haserte '1 loco y disparar
porque te vua a curtir a sablazos. . .El oficial, asombrado, pero sin querer
entrometerse, aleccionado por experiencias anteriores, se limitó a decir:
—Pero, don Frutos,
¿está seguro? —Seguro, m'hijo. Vamoj pa la casa 'el dijunto y vas a ver. . .
Dejando a
unos oficiosos vecinos que se encargaran de transportar el cadáver a la
comisaría, don Frutos seguido por Arzásola, Leiva, el preso y varios curiosos
se trasladó a la casa de don Pedro Almirón. Una vez en ella el comisario
observó, detenidamente el patio y yendo hacia un montón de ramas que estaban
junto a la cocina, listas para ser empleadas en el fuego, rebuscó entre ellas.
Luego, enarbolando un trozo de urunday, dijo: —Con esto le pegó el golpe. Sarcástico,
Ardevaca preguntó:
—¿No habrá
sido con esa otra que es más gruesa? —No,
señor, jue con ésta. No ves que entuavía está húmeda. A ésta la lavó pa sacarle
la sangre y la escuendió. Si hubiera echao un balde 'e agua sobre todas a lo
mejor no la hubiera podido distinguir. —Son estupideces suyas que le van a
costar muy caro. Don Frutos, sin hacerle caso, siguió mirando
en derredor, y de pronto indicó:
en derredor, y de pronto indicó:
—Di aquí lo
sacó en una carretilla 'e mano y lo llevó pa'l río. Vean qué marcada está la
güeya por el peso '1 finao; jue,
lo tiró al agua, puso las cosas en la costa pa tratar 'e engañarme, golvió con la carretilla vaciada y ricién me jue a avisar.. El oficial que había seguido el rastro dio con el pequeño vehículo en un galpón. —Aquí está, don Frutos. . . En el borde hay unas manchas oscuras. . .Se inclinó para observarlas mejor y aseguró: —Son marcas de sangre y, además, hay cabellos pegados que parecen ser del muerto. . .Vencido por esas evidencias el yerno confesó:
lo tiró al agua, puso las cosas en la costa pa tratar 'e engañarme, golvió con la carretilla vaciada y ricién me jue a avisar.. El oficial que había seguido el rastro dio con el pequeño vehículo en un galpón. —Aquí está, don Frutos. . . En el borde hay unas manchas oscuras. . .Se inclinó para observarlas mejor y aseguró: —Son marcas de sangre y, además, hay cabellos pegados que parecen ser del muerto. . .Vencido por esas evidencias el yerno confesó:
—Sí, yo lo maté.
. . Discutimos porque no quiso ayudarme y ciego de ira le di un golpe con lo
primero que encontré. Al principio creí que sólo se había desmayado,
pero cuando lo vi inmóvily sin vida, me asusté y quise hacer aparecer como un accidente para salvarme de ir a la cárcel…
Una vez que el asesino estuvo a buen recaudo don Frutos reclamó a gritos su ración de mate,en tanto que el oficial sumariante mantenía la mirada fija sobre él. Pero, che —dijo al fin el comisario—, tengo tizne 'n la cara que me miras tanto ya que por bonito nú ha de ser. . . —No, don Frutos, lo miro y lo admiro...
pero cuando lo vi inmóvily sin vida, me asusté y quise hacer aparecer como un accidente para salvarme de ir a la cárcel…
Una vez que el asesino estuvo a buen recaudo don Frutos reclamó a gritos su ración de mate,en tanto que el oficial sumariante mantenía la mirada fija sobre él. Pero, che —dijo al fin el comisario—, tengo tizne 'n la cara que me miras tanto ya que por bonito nú ha de ser. . . —No, don Frutos, lo miro y lo admiro...
—Entonces no
empeces con tus macanas ni vengas con la premunición o el sirco análisi.
—Sólo
quisiera hacerle una pregunta. —Métele, nomás, te doy lisensia.
—¿Cómo hizo para saber lo que había pasado?
—¿Cómo hizo para saber lo que había pasado?
—Dentré a
sospechar cuando me mintió n'el río. —No me di cuenta. Todo lo que decía
parecía lógico. — ¡Claro!
Porque sos pueblero. Primero mintió cuando dijo que don Pedro le había asegurao que picaba mucho 'n la orilla y eso no podía ser porque '1 agua está infestada 'ecamarones. . .
Porque sos pueblero. Primero mintió cuando dijo que don Pedro le había asegurao que picaba mucho 'n la orilla y eso no podía ser porque '1 agua está infestada 'ecamarones. . .
— ¡Y eso qué
tiene que ver! —Mucho, porque los camarones son pa los péscaos como los
mosquitos pa las personas. No loj dejan tranquilo y loj ahuyentan y por eso loj
otro pescadore se corrieron pa' medio '1 río.
—¿Y después, don Frutos?
—Porque con
esa línea y ese anzuelo con carne nú iba a sacar sábalos. Pa'l dorao la carne,
pa'l pacú la masa y pa'l sábalo la pateja o la fija. El sábalo no muerde, chupa
y hay que clavarlo n'el lomo u diande venga. . . Un pescador como don Pedro no
podería haber dicho esa barbaridá.
—No sabía de
esas cosas. . . — ¡Qué vas a saber si vos sos tamién pueblero y ustede l'único
que saben del pescao es el gusto que tiene! Y vos Leiva, traeme '1 mate que con
tanta charla si me ha quedao la de hablar seca como lengua 'e loro.
Actividades
1.- Luego de la lectura de los cuentos, diferenciar en
ellos:
2.- ¿Cómo se plantea el enigma a resolver en los dos
relatos?
3.- Divide ambos cuentos en las siguientes secuencias a)
presentación del caso b) investigación de los hechos c) interpretación de los
indicios y d) resolución del caso.
4.- ¿Cuál es el delito que se comete en ambos cuentos? ¿Se
trata de móviles relacionados con cuál de los estilos del cuento policial que
hemos revisado en la teoría? Justificar
5.- Armar la secuencia narrativa del cuento de Velmiro Ayala
Gauna.
6.- Evalúa el marco (tiempo y espacio) de ambos relatos y
cómo se evidencian en el uso de las variables del lenguaje que presentan.
7.- Escribir la crónica policial acerca del caso que se
narra en el cuento de Pablo de Santis “La pieza ausente” Nota: deberá tener en cuenta
la tipología textual, paratextos, lugares comunes del periodismo policial y los
comentarios que debe contener el texto.
8.- Reescriba el cuento, cambiando la persona narrativa en
la figura del detective Láinez
Observación: los alumnos que no estuvieron en la
comprobación de lectura u obtuvieron un aplazo (M) en la comprobación de los
anteriores relatos; deberán completar todas las actividades de este práctico.
Los alumnos que obtuvieron (R) o (R-) resolverán de 1 a la actividad 7 inclusive.
La fecha de presentación de este evaluativo será el próximo viernes 22/06
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